text
stringlengths
90
1.93k
De joven se trasladó a Egipto, lugar muy de moda entonces para curar la tisis, junto a la hermana de su madre, que estaba casada con el prefecto de aquel territorio, Gayo Galerio.Allí residió unos ocho años y se familiarizó con la geografía y la cultura del país del Nilo. Cuando regresó, en el 31, su edad no llegaría aún a los treinta, lo cual invita a considerarlo lo más joven que permitan las otras referencias. Yo prefiero como fecha de su nacimiento el 4 d. C., y no estoy solo. De la familia de Séneca hay informaciones sueltas en sus propias obras, así como en la Antología retórica de su padre, en los varios pasajes de la segunda parte de los Anales de Tácito en que se le menciona a él y en pocos lugares más. Alaba y respeta a su progenitor, aunque los cincuenta años que éste le llevaba y su mentalidad de hombre «chapado a la antigua» y tradicionalista, más bien republicano y desconfiado de las modernidades filosóficas del hijo, dieran ocasión a visibles disentimientos.
Séneca compuso una biografía de su padre, de la que sólo se conservan las diez primeras líneas.En ellas dice que las obras del padre, y en particular la historia de las guerras civiles, si se hubieran editado ya, le habrían asegurado, a justo título, una brillante nombradía. En esa vita patris, el hijo se proponía contar quiénes eran los padres de tan importante historiador... Pero con esas palabras, sin cerrar la frase, termina el breve fragmento conservado. Es altamente probable que en su infancia Séneca residiera en su Córdoba natal, donde después de él nacería el menor de sus hermanos, Mela. La familia paterna estaba arraigada allí y la de su madre también era de la Bética con intereses en la provincia. Después, es seguro que proseguiría su educación en Roma, donde se sabe que vivió por lo menos largas temporadas su padre, que tenía muy buenas relaciones sociales en la urbe.
Ciertamente no había entrado en la vida pública y quizá tampoco en la de la «sociedad» de Roma antes de su regreso de Egipto, aunque desde su juventud tanto él como su hermano Novato se inclinaran por el foro y la política.Tampoco se sabe con certeza si había alcanzado el senado por la vía de la cuestura bajo Tiberio. Parece que era senador ya con Calígula (37-41) y antes de la muerte de su padre (probablemente el 39). En todo caso, bajo este Gayo César, que le envidiaba por sus éxitos literarios, era persona conocida en los medios políticos y sociales, había ganado fama de orador, tenía acceso a la familia imperial y había trabado una cierta familiaridad con las alegres hermanas del príncipe. Esto representaba un triunfo social y literario sin precedentes entre los equites de provincias y suponía una notable ambición, una dedicación a buscar el ascenso social y una infrecuente capacidad de seducción. Después de Calígula, en el año 41, Claudio condenó a Séneca al exilio por presunto adulterio con Julia Livilla, una de las jóvenes y desenvueltas princesas imperiales.
Antes, según cuenta Dión Casio, por envidias literarias o retóricas, Calígula había querido que lo mataran.Se libró, porque alguien dijo al emperador que la tisis acabaría pronto con él por medios naturales. A mí siempre me ha sorprendido que en tan poco tiempo alguien que era novus, eques, y provinciales, sin pasar por altas magistraturas, hubiera llegado a ser tan importante. Gayo y Claudio eran capaces de las más arbitrarias crueldades. Pero si no hubo otras razones más políticas, no se acaba de entender esa persecución tan sañuda y personal contra un joven de provincias que pronunciaba discursos, hacía versos y, si acaso, cortejaba princesas, por muy avispado que fuera. El Séneca joven de antes del destierro tenía prestigio como escritor y como orador que «entonces gustaba mucho» según Suetonio, hasta causar la envidia del César. Agripina, que era hermana de Livilla y de Calígula, una vez casada con su tío, el emperador Claudio, hizo que le levantaran el destierro para que fuera maestro de Nerón, por sus saberes y su fama de sabio: «ob claritudinem studiorum eius».
Es llamativo que conservara intacto su prestigio intelectual, y quizá político, a los ocho años de su exilio en Córcega, con todo lo que de aislamiento traía consigo un destierro de entonces, con la hostilidad del emperador y lejos de los círculos sociales y culturales de la urbe.Pero en la cultura romana, entre las clases dirigentes, Séneca era una novedad: una curiosa novedad o una infrecuente personalidad. Se dedicaba a la filosofía y a las ciencias naturales y componía poemas, probablemente tragedias, si, como apuntó el gran especialista senecano Pierre Grimal, cinco de éstas (Agamenón, Troyanas, Tiestes y los dos Hércules) son de la época de Córcega, mientras que Edipo, Medea, Fedra habrían sido escritas en los años del retiro político o de su primer apartamiento de palacio. Entonces escribía carmina, según dice Tácito, y éstos fueron conocidos y apreciados por Quintiliano. El Agamenón parece que tiene que ser anterior a la muerte de Claudio, a causa de Agripina, y Tiestes antes de la de Británico.
Hércules era un héroe muy estoico y además «antoniano».Y una Antonia era la madre de Claudio. «Pax neroniana» Durante la mayor parte del principado de Nerón, que duró desde el 54 al 68, casi todo el Imperio disfrutó de paz, y las provincias, en general, estuvieron bien administradas. No sólo en tiempos del llamado ministerio de Séneca, que duró cinco, ocho o diez años según se hagan las cuentas. El Imperio de Nerón conoció un número relativamente elevado de distinguidos políticos y jefes militares y de buenos magistrados y administradores. Precisamente al contar la historia del año 64, el del incendio de Roma, escribe Tácito que nunca antes había reinado una paz tan estable en todo el orbe («haud alias tam immota pax»). En el libro siguiente de los Anales, cuando refiere la interminable cadena de ejecuciones de notables ordenada por un Nerón tan cruel como atemorizado, Tácito interrumpe la narración para manifestar que su espíritu se siente agobiado y encogido de tristeza ante la cantidad de sangre perdida sin guerras exteriores ni acciones militares en defensa del estado.
Para el historiador aquella cólera de los dioses contra Roma había sido peor que los desastres militares o la cautividad de ciudades, que un analista puede mencionar y pasar adelante después de haberlos contado.Las muertes de hombres ilustres, como los que fueron víctimas de la crueldad neroniana, deben recibir un recuerdo individual cuando son gloriosas, aunque cansen a los lectores por ser tan continuas y tristes. Pocas veces en la historia de Roma fue tan visible la distancia entre los sucesos de la cabeza —Roma e Italia— y el cuerpo del Imperio. No es que en aquellos tiempos de la paz neroniana que precedieron a las crueldades de los años finales de este emperador faltaran problemas importantes en algunas provincias, especialmente en Britania, donde se amplió el territorio romano hasta Gales, en el Rin o en la frontera oriental lindando con el reino de los Partos. Pero no eran cuestiones políticas que afectaran al poder dentro del estado, sino exclusivamente asuntos militares y de seguridad.
Nerón y sus consejeros, por otra parte, no hicieron más que seguir las directrices trazadas por Augusto: fronteras naturales seguras y estados satélites donde fuera posible.Séneca no tendría mucho que ver con la definición de esa política, aunque sí con las consecuencias de la afirmación doctrinal de la unidad del género humano, tan cara para los estoicos, y en algunos casos con la selección de los magistrados para situaciones especialmente delicadas, como cuando se envió a Pompeyo Paulino el Joven a Britania o a Corbulón a Oriente, con instrucciones de prestar particular atención a los asuntos de Armenia. Provinciales a las puertas El progreso de la romanización, particularmente en las provincias más antiguas, determinó en el último periodo de los julio-claudios una primera inflexión que conduciría a una nivelación más igualitaria, si no de los territorios del Imperio sí de los ciudadanos itálicos y provinciales. Séneca fue uno de los ejemplos más significativos de este proceso y también uno de los eminentes personajes que más contribuyeron a él.
El relato de Tácito de las relaciones entre Séneca y Nerón de los últimos años de la vida del filósofo es, a mi entender, plenamente fiable, incluso en las expresiones literales en estilo directo que se ponen en boca de uno y otro.Tácito manejó la obra del hispano Fabio Rústico, el amigo de Séneca. En la entrevista del 62, cuando el filósofo solicitó retirarse del consilium principis a la vez que ofrecía devolver las donaciones con que el príncipe le había enriquecido, Rústico no estuvo presente, pero debió de ser informado por el propio Séneca muy pronto y en términos prácticamente exactos. En esa entrevista del 62 Séneca dice a Nerón que muchas veces daba vueltas dentro de sí a cómo él, «ecuestre y provincial», se contaba entre los grandes personajes de Roma; y su novitas brillaba en medio de los nobles cuyos linajes contaban una historia tan larga y gloriosa. Con estas palabras Séneca ofrecía las coordenadas que definían la singularidad de su persona en el gobierno de Roma: un homo novus entre los nobles, de familia «ecuestre» y no senatorial, provincial y no itálico.
Su caso, añado yo, no era igual al de Afranio Burro, que por cierto acababa de morir entonces.Éste también era ecuestre y provincial, pero militar, como Agripa, el «corregente» de Augusto, y provenía de la Narbonense, tan favorecida por Claudio, que había nacido en Lugdunum, y que es quien le nombró praefectus praetorio, o lo que es lo mismo comandante de los soldados de Roma y de toda Italia. Mientras que él, Séneca, sólo era un escritor y un filósofo. Cicerón, como sabía muy bien Séneca, fue igual que él un homo novus, y uno de los pocos de esa condición que alcanzaron el consulado en el último siglo y medio de república. También era de origen «ecuestre» e hizo su carrera por su prestigio de orador y abogado. Pero era un itálico del Lacio y un político que había ganado una tras otra las diversas elecciones del cursus honorum de la notaidad republicana de sus días. Ecuestre, nuevo y provincial Ecuestre, nuevo y provincial significaba ser —y haber sido— moderno, ambicioso y monárquico.
Los equites eran la clase social ascendente en Roma desde los días de Augusto.Los que hacían política (los más se dedicaban a los negocios) llegaban en algún momento al senado o a ser cónsules, pero todo el mundo los distinguía de los vástagos directos o indirectos de las antiguas familias, aunque éstas hubieran cambiado mucho desde los días de la República. En la nómina de los amigos de Séneca se encuentran pocos aristócratas, fuera del círculo de la familia imperial. Predominan los ciudadanos del orden de los caballeros, dedicados unos a los negocios, como Ebucio Liberal, otros a la función pública, bien en magistraturas y cargos políticos como su hermano Novato-Galión, Anneo Sereno, o los dos Paulinos, o en procuradurías y administraciones imperiales como el otro hermano Anneo Mela y Lucilio. Eran las nuevas clases sociales entre las que sobresalía el propio Séneca, alabado por Columela como agricultor que había destacado con sus modernas explotaciones de vides.
Pocos años después de Séneca serían ecuestres e itálicos los príncipes Flavios, y ecuestres y de origen o antepasados hispanos varios de los Antoninos.Los ecuestres tenían orgullo de clase como había manifestado el padre de los Anneos cuando aplaudía a Mela, por hallarse paterno contentus ordine, y tener más talento que sus hermanos. Séneca, colmado de honores políticos y sociales, nunca desertó del todo de la clase u orden social de procedencia. En la entrevista del 62 Anneo Séneca se ufana delante de Nerón de que, pese a su novitas, la ambición de homo novus le había empujado al triunfo político y social, por mucho que en escritos de la época de la madurez, como el ensayo sobre la brevedad de la vida, o de sus últimos años, como las Epístolas a Lucilio 75 y 93, condene la aspiración a ese género de vida, proclamando la superioridad moral y técnica de la existencia retirada del filósofo.
Su padre, a la vez que les prevenía a él y a Novato de los peligros que les acechaban en la carrera política que animosamente habían emprendido, en la que «incluso los triunfos que uno espera son de temer», les había estimulado a entregarse al trabajo del foro y a la persecución de los honores (o cargos públicos).Y lo había hecho o lo hacía con verdadera avidez, animándolos y aplaudiéndolos en esa actividad tan peligrosa, «con tal de que la fueran a ejercer honestamente». Ser «provincial» —de origen y de experiencia personal y familiar—, sin haber querido perder esa condición, facilitaba mucho que Séneca fuera claramente monárquico. En las provincias, también en las llamadas senatoriales, gobernaban los funcionarios del emperador (con título de procónsules, o propretores, o simplemente legados) y los bienes públicos eran administrados por procuradores imperiales. Nadie sentía nostalgia del senado ni echaba de menos las asambleas republicanas o comicios a los que sólo viviendo en Roma era posible concurrir.
El patriotismo de un provincial tenía como referentes las divinidades nacionales, el nombre de Roma y la persona del emperador, que cuando Séneca publica su teoría monárquica en el tratado De clementia era el vástago de una dinastía más que centenaria, en la que se habían sucedido hasta cinco príncipes y cuyos fundadores eran reconocidos como divi (divus Julius, divus Augustus), añadiendo con ello una legitimidad divina a las otras notaidades.Habían ocurrido, ciertamente, toda clase de intrigas y violencias palatinas en la familia de los Césares, pero sin que hubiera sido, ni siquiera imaginable, una guerra civil como las que se habían vivido desde Mario y Sila hasta Augusto. El estado romano con que se encuentra Séneca tiene como cabeza de la res publica —que ya no significa un sistema de gobierno, sino simplemente el «estado»— a un príncipe, revestido de auctoritas, o sea de las antiguas facultades constitucionales soberanas del senado.
Los poetas augústeos —Horacio— habían asociado populus y princeps Caesar, igual que sus mayores senatus populusque, que se conservaba en determinados empleos como cláusula de estilo pero que no respondía a nada, mientras que lo otro era verdad.Séneca, filósofo estoico, pensaba que del mismo modo que el mundo universo no podía tenerse en pie —stare— sin un custos que vigile el cumplimiento de las leyes de la naturaleza, así también entre los hombres es preciso que exista alguien que haga para los asuntos humanos la función de los dioses. Y ése era el César (optimus ciuitatis status sub rege iusto). Eso no quiere decir que la república y los ciudadanos sean propiedad del César. Están bajo su poder, pero no pertenecen a su patrimonio. La antropología estoica y la ética que se centra en la justicia y en la práctica política de la clemencia, junto con el derecho civil, constituyen el contrapeso del poder que se atribuye al príncipe en la filosofía política senecana.
La filosofía de Séneca Los intelectuales y los políticos más ilustrados de Roma de los siglos primero antes y primero después de la era cristiana solían estar adscritos a una confesión filosófica o presumían de estarlo.En su mayor parte eran estoicos, epicúreos o académicos. También había eclécticos y escépticos. Séneca, sin abandonar la política, sus negocios de floreciente y afamado agricultor, la vida real y la poesía, articuló una forma de pensamiento estoico que constituía toda una «concepción del mundo» en que se planteaban todos los problemas del ser humano real, se buscaba una explicación racional de la naturaleza física y se construía una filosofía moral capaz de guiar al hombre por la vida, pero que al mismo tiempo lo comprometía hasta llegar a jugársela, como ocurrió en su caso personal. Su teología, entre monoteísta y panteísta, es la de un dios alma del mundo; su ciudad ideal, una monarquía regida por un príncipe que la gobierne con las virtudes sociales, que en el fondo son las mismas que un sabio ha de adquirir y ejercitar en su vida personal.
Quizá nadie llegue a ser sapiens, como lo fue Sócrates y en cierto modo Catón el Joven y se propuso serlo Séneca, a la vez que intentaba encaminar por esa senda a sus discípulos y amigos.Pero en la escuela de las dificultades con que pueda encontrarse un aprendiz de sabio se fortalecerá su espíritu. La política es servicio, las letras cobran todo su sentido como propedéutica de la filosofía, y ésta no sólo no se halla reñida con la acción, sino que es lo que le da una plenitud de sentido. Y si las circunstancias no permiten actuar, e incluso «si alguien le tapa la boca» al sabio, Séneca recomienda que actúe con su silencio y con su ejemplo: «Numquam inutilis est opera ciuis boni: auditus uisusque, uultu, nutu, obstinatione tacita incessuque ipso prodest» («Nunca es inútil la acción de un buen ciudadano: se le oye, se le ve, con su ademán, con sus gestos, con su callada firmeza y con su mismo modo de estar sirve a la comunidad»).
Es aconsejable que se alternen el ocio ilustrado y virtuoso —pensamiento, letras— con la acción.También es un modo de acción social: «nunca están tan cortados todos los caminos que no haya lugar para un obrar honesto». La obra literaria de séneca Quintiliano dice que Séneca escribió discursos, poemas (carmina), diálogos y epístolas. Algunas de sus obras se han perdido. Por ejemplo, los Libros de filosofía moral, que el propio autor menciona en algunas de sus epístolas y de los que en el siglo iv el escritor cristiano Lactancio citó algunos pasajes; la Vita patris, de la que por azar se conservan diez líneas; unos estudios sobre Egipto, donde como se ha dicho transcurrió parte de su juventud, y otros sobre la India, de la que sólo tendría noticias de origen literario; el «Tratado de la superstición» y el de «Los remedios de la fortuna», que probablemente correspondían al mismo género literario de los doce escritos que desde el s. v se conocen con el nombre de Diálogos, y algunos escritos más.
El profesor de elocuencia y letras que fue Quintiliano hubo de conocer algunas piezas más, principalmente discursos y poemas, de los que después se perdieron las noticias.En manuscritos medievales aparecen otras seudoepigrafías senecanas que no son de confianza. Los poemas que menciona Quintiliano, aparte de algunas composiciones menores que aparecen bajo el nombre de Séneca en antologías, son las ocho Tragedias, de asunto mitológico, contenido filosófico e intención política: los dos Hércules —el Furens y el Oetaeus—, Agamenón, Las Troyanas, Edipo, Fedra y Medea. (Se tiene generalmente por seguro que Octavia, una pretexta de asunto romano, no es de Séneca, aunque la filosofía que en ella apunta y ciertos. rasgos estilísticos la aproximan a su pensamiento y a su ideología.) Estas tragedias de Séneca son las únicas obras de este género literario de la antigüedad latina que han llegado completas a las edades posteriores. De ahí la influencia que han ejercido en las literaturas modernas, particularmente en las épocas del Renacimiento y del Neoclasicismo.
Las Epístolas a Lucilio reúnen en sus veinte libros ciento veinticuatro cartas que Séneca dirigió a su joven amigo y discípulo Lucilio, que era procurador imperial en la provincia de Sicilia en aquellos años finales de la vida de Séneca en que se escribieron.En las Noches Áticas de Aulo Gelio, este erudito arcaísta del s. ii d. C. critica unos comentarios literarios de Séneca a Ennio, Virgilio y Cicerón, atribuyéndolos a una carta del libro XXII, lo cual parece probar que el epistolario abarcaba dos libros más de los que se contienen en los manuscritos medievales que lo conservan. Las epístolas son de contenido filosófico y filiación estoica y en gran parte están presentadas como las respuestas del maestro a problemas de orden teórico o práctico —de pensamiento o de conducta— que le habría planteado su joven amigo. En ellas se encierra, de un modo aparentemente asistemático pero en realidad muy coherente, la peculiar versión del estoicismo que es la filosofía senecana.
Constituyen un texto muy romano, no sólo por la frecuente referencia a aspectos de la vida real del autor y del destinatario (viajes, costumbres, personajes, historias, tradiciones, etc.), sino por la seriedad moral y el sentido de la responsabilidad social del sapiens que en ellas se dibuja y por las citas literarias que esmaltan el texto. Bajo el nombre de Diálogos un manuscrito de Montecasino del siglo xi —y otros más tardíos, casi todos relacionados con él— recoge doce monografias senecanas de veinte a treinta páginas cada una. Se ocupan de la providencia de los dioses, de la firmeza del sabio, de la ira (en tres libros), de la felicidad, de la tranquilidad del ánimo, del ocio y de la brevedad de la vida. A esos escritos filosóficos se unen tres epístolas consolatorias dirigidas a una amiga del autor de nombre Marcia, a uno de los secretarios del emperador Claudio, llamado Polibio, y a la propia madre del autor, Helvia. Los dos primeros habían perdido sendos seres queridos y Helvia sufría por el destierro en Córcega de su hijo, condenado al exilio por orden de Claudio.
Estos diálogos estaban reunidos en un corpus que llevaba ese nombre ya en el siglo v d. C. Habían sido compuestos por su autor en diversas fechas, entre los años 40 y 63 d. C. Un carácter similar, en cuanto a la orientación filosófica, pero diferente en su estructura literaria, tienen los dos tratados Sobre la clemencia y Sobre las buenas obras o De beneficiis.El primero se componía de dos libros de los que uno se conserva entero y del otro sólo los primeros capítulos. Es un escrito más de filosofía política que de filosofía social o general. Se expone en él una doctrina política monárquica que es la explicación —y justificación— filosófica de la forma de estado en que realmente se había transformado desde los días de Augusto la antigua república del senatus populusque romanus. Es también el programa político que el filósofo ofrecía a Nerón, desarrollado en gran parte bajo la forma literaria de un largo discurso destinado al entonces joven príncipe, tan prometedor en los comienzos de su reinado. Los siete libros De beneficiis son en realidad un tratado de ética.
El intercambio de «beneficios» —buenas acciones, favores, servicios— es el fundamento del orden social.Justifican al poderoso, honran al individuo y crean útiles y meritorios lazos sociales que vigorizan y enriquecen la vida de las comunidades humanas. Hay en esta obra un análisis técnico de la ética personal y social, con la terminología de los griegos vertida al latín, pero con una constante aplicación a la vida práctica, a veces con apólogos y mucho más frecuentemente con anécdotas reales y exempla, sacados de la historia de Roma más que de la helénica, con especial insistencia en hechos y personajes contemporáneos o de una generación próxima a la del autor, como era la de Augusto. Quizá el libro VII de esta obra sea un complemento añadido al conjunto de los seis anteriores, que no por ello dejarían de haber sido escritos en los últimos años de la vida de Séneca.
Por azares de la tradición, favorecidos porque quizá juntos formaban un corpus de extensión parecida al de los diálogos, a los dos bloques de las Cartas a Lucilio y a otros escritos que debieron de pasar de volumen a códice en los siglos iv o v, los dos tratados De clementia y De beneficiis se encuentran juntos en los manuscritos.Los libros Sobre la naturaleza, que habrían sido siete u ocho según se los cuente, son un importante tratado de filosofía natural, o de «física» según la entendían los sabios antiguos. Todos los fenómenos y realidades físicas que hay en la naturaleza y que son estudiados por sabios y filósofos se distribuyen en tres grandes bloques o secciones. «Todo estudio del universo se divide en tres partes, la que se ocupa de las cosas y fenómenos del cielo (caelestia) —astros, cometas, etc.—, la que trata de lo que hay entre el cielo y la tierra (sublimia) —nubes, lluvias, nieves, vientos, etc.— y la de las cosas de la tierra (terrestria) —aguas, tierras, árboles, plantas, etc.—».
No es una obra de ciencia en el sentido moderno de la palabra, sino filosófica, que en el examen de los diversos fenómenos de la naturaleza sigue los sucesivos escalones de la observación —inductivo—, de la búsqueda de las causas —dialéctico— y el propiamente filosófico de la consideración global de todas esas realidades como elementos que se integran en la unidad del cosmos, que finalmente es gobernado por la providencia de los dioses, llámesela como se la quiera llamar.Hay, por último, entre los escritos de Séneca una pieza singular, sin paralelo en la literatura romana conocida. Es un escrito breve, de menos de veinte páginas, satírico, cruel, divertido y de más que dudoso gusto por tratarse de la burla sarcástica de un muerto, que si bien había tenido desterrado a Séneca durante varios años, luego le había hecho volver para que fuera nada menos que el preceptor del príncipe que sería llamado a sucederle, el famoso Nerón. Ese escrito es el Ludus o Juguete cómico sobre la muerte del «divino» emperador.
Muerto Claudio por obra o instigación de su esposa Agripina, se había celebrado una «apoteosis», o proclamación de su condición divina como se había hecho con Julio César y con Augusto, sin que Séneca, entonces tan influyente, se opusiera a la sacrílega ceremonia.Conocido este escrito con el nombre de Apocolocintosis o transformación en calabaza del divino Claudio, probablemente se titulaba Sátira de la apoteosis del divino Claudio o Juguete cómico («ludus») sobre la muerte de Claudio. Los manuscritos medievales de esta tan extravagante obra son muy numerosos, y se remontan a un origen común. Probablemente se conservó por azar el que seria su arquetipo. Y en ciertos escritorios de los siglos xi a xv el Ludus pudo ser de interés por su desenfadado estilo satírico y su cruel burla de las historias de los dioses: todo ello graciosa y alegremente narrado en esa anárquica sucesión de prosa y verso del género al que, desde Varrón, el gran erudito contemporáneo de Cicerón, llamaron los romanos «sátira menipea».
Antonio Fontán Los viajes y las lecturas Hace bien Lucilio en no aficionarse a los viajes y mantener residencia fija.Otro tanto debe hacer con las lecturas: seleccionar entre los mejores autores (1-2). Diversos ejemplos lo confirman (3). Cada día se ha de escoger de las lecturas una máxima (4). La de hoy tomada de Epicuro dice que no es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más (5-6). Por las nuevas que me das y las que escucho de otros, concibo buena esperanza de ti: no vas de acá para allá ni te inquietas por cambiar de lugar, agitación ésta propia de alma enfermiza: considero el primer indicio de un espíritu equilibrado poder mantenerse firme y morar en sí[1]. Mas evita este escollo: que la lectura de muchos autores y de toda clase de obras denote en ti una cierta fluctuación e inestabilidad. Es conveniente ocuparse y nutrirse de algunos grandes escritores, si queremos obtener algún fruto que permanezca firmemente en el alma[2]. No está en ningún lugar quien está en todas partes.
A los que pasan la vida en viajes les acontece esto: que tienen múltiples alojamientos y ningunas amistades.Es necesario que acaezca otro tanto a aquellos que no se aplican al trato familiar de ingenio alguno, sino que los manejan todos al vuelo y con precipitación. El cuerpo no aprovecha ni asimila el alimento que expulsa tan pronto como lo ingiere; nada impide tanto la curación como el cambio frecuente de remedios; no llega a cicatrizar la herida en la que se ensayan las medicinas; no arraiga la planta que a menudo es trasladada de sitio; nada hay tan útil que pueda aprovechar con el cambio. Disipa la multitud de libros; por ello, si no puedes leer cuantos tuvieres a mano, basta con tener cuantos puedas leer. «Pero», argüirás, «es que ahora quiero ojear este libro, luego aquel otro». Es propio de estómago hastiado degustar muchos manjares, que cuando son variados y diversos indigestan y no alimentan. Así, pues, lee siempre autores reconocidos y, si en alguna ocasión te agradare recurrir a otros, vuelve luego a los primeros.
Procúrate cada día algún remedio frente a la pobreza, alguno frente a la muerte, no menos que frente a las restantes calamidades, y cuando hubieres examinado muchos escoge uno para meditarlo aquel día.Esto es lo que yo mismo hago también; de los muchos pasajes que he leído me apropio alguno. El de hoy es éste que he descubierto en Epicuro (pues acostumbro a pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como explorador): «cosa honesta —dice— es la pobreza llevada con alegría»[3]. Mas no es pobreza aquella que es alegre; no es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más. Pues, ¿qué importa cuánto caudal encierre en su arca, cuánto en sus graneros, cuánto ganado apaciente o cuántos préstamos haga, si codicia lo ajeno, si calcula no lo adquirido, sino lo que le queda por adquirir? ¿Preguntas cuál es el límite conveniente a las riquezas? Primero tener lo necesario, luego lo suficiente.
[1] Se establece así una relación con la epístola anterior: allí vindicare se sibi, aquí secum morari.Precisamos de la tranquilidad y de la reflexión íntima como antídoto frente a la agitación de los viajes. De ahí la necesidad del estudio (cf. G. Scarpat, Lettere..., págs. 43-44). [2] «Este consejo excluye la práctica de la doxografía», entendiendo por «doxografía» el resumen de la doctrina de los filósofos griegos, realizado por los autores antiguos (P. Grimal, Sénèque ou la conscience..., página 21). Séneca ha leído, y mucho, a los propios autores clásicos. [3] Epicuro, cual gran maestro, suministra la máxima con que fortalece a Lucilio en el aprendizaje de la pobreza: Usener, Epicurea, Leipzig, 1887, frag. 475. No es preciso que la máxima sea cita literal, responde al sentido. Séneca, que leyó asiduamente las obras de Epicuro, se apropia sus ideas «con finalidad psicológica» (A. Traina, Lo stile..., pág. 116).
Elección de los amigos[1] El verdadero calificativo de amigo lo merece aquel a quien, después de haberle juzgado digno de tal nombre, le confiamos los secretos como a nosotros mismos (1-3).Se han de evitar los extremos de confiarse a cualquiera o de no hacerlo a nadie (4). Análogamente hay que evitar tanto la excesiva actividad como la quietud permanente (5-6). Encomendaste a tu amigo, según me escribes, unas letras para que me las entregase; luego me adviertes que no comparta con él todos tus asuntos, porque ni siquiera tú mismo acostumbras a hacerlo: así en la misma carta le proclamas amigo y niegas que lo sea. Por consiguiente, si has hecho un uso, por así decirlo, corriente de ese término preciso, y le llamas amigo del mismo modo que calificamos como «hombres de bien» a todos los candidatos, que saludamos como «señores» a quienes encontramos, si no recordamos su nombre, dejémoslo correr.
Pero si consideras amigo a uno en quien no confías en la misma medida que en ti mismo, te equivocas de medio a medio y no has valorado con justeza la esencia de la verdadera amistad.Tú, al contrario, examina todas las cosas con el amigo, pero antes que nada a él mismo: una vez contraída la amistad hemos de confiarnos, antes de contraerla hemos de juzgar. Mas invierten el orden de su actuación quienes, en contra de los principios de Teofrasto, juzgan después de haberse encariñado, en vez de encariñarse después de haber juzgado[2]. Reflexiona largo tiempo si debes recibir a alguien en tu amistad. Cuando hayas decidido hacerlo, acógelo de todo corazón: conversa con él con la misma franqueza que contigo mismo. En todo caso, vive tú de tal manera que no te confíes a ti nada que no puedas confiar incluso a tu enemigo; pero ya que sobrevienen ciertas situaciones que por costumbre se mantienen en secreto, comparte con tu amigo todas tus cuitas, todos tus pensamientos.
Le harás fiel, si le consideras fiel, pues algunos le enseñan a engañar, temiendo ser engañados y con sus sospechas le otorgan el derecho a ser infiel.¿Qué motivo tengo para ocultar alguna noticia en presencia de mi amigo?, ¿qué motivo para no considerarme solo en presencia de él? Algunos cuentan a quienes les salen al paso lo que sólo a los amigos ha de confiarse y largan a los oídos de cualquiera cuanto les atormenta; otros, por el contrario, se resisten a la confidencia incluso con los más queridos y, como gente que, si pudiese, ni siquiera confiaría en sí, ocultan en su interior todo secreto. Ni lo uno ni lo otro ha de hacerse; pues ambas cosas son defectuosas: lo mismo el fiarse de todos, como el no fiarse de nadie; ahora bien, lo primero lo calificaría de vicio más honesto; lo segundo, de más seguro. Análogamente debes reprender a estas dos clases de hombres: los que están siempre agitados y los que siempre se hallan ociosos[3].
Porque no es actividad industriosa la que se goza en el tumulto, sino agitación de mente inquieta; ni es reposo el que considera molesto todo movimiento, sino apocamiento y molicie.Así, pues, deberás grabar en tu mente esta máxima que leí en Pomponio[4]: «Algunos hasta tal punto se refugian en la oscuridad que consideran confuso cuanto es luminoso». Han de combinarse entre sí ambos extremos: debe obrar el que está ocioso y reposar el que obra. Consulta con la naturaleza: ella te indicará que tanto el día como la noche son obra suya. [1] En esta epístola, el amigo en cuestión sirve de vehículo, más que para definir la amistad, para introducir en ese tema, que desarrollará en otras cartas, por ejemplo en la 6.ª y en la 9.ª. En realidad se trata de un amigo a medias, ya que debe mantener con él sus reservas (cf. Grimal, Sénèque ou la conscience..., pág. 442).
[2] En esta frase atribuida a Teofrasto se encuentra el pensamiento central de la epístola: uno no debe juzgar cuando ya tiene al amigo, sino haber juzgado para decidir tal amistad.Con todo, esta sentencia no aparece en ninguno de los escritos conservados del que fue discípulo y sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo (cf. Scarpat, Lettere..., páginas 59 y 64). [3] Como en el caso de la amistad, hay que evitar los extremismos de la excesiva cautela y de la nimia credulidad; así en toda ocupación hay que seguir la vía media entre los excesos de la actividad y de la calma. La propia naturaleza indica el tiempo de trabajo y reposo. [4] A juicio de Scarpat, aquí no parece que se trate de Pomponio el de Bolonia, célebre escritor de atelanas que floreció entre el 100 y el 80 a. C., como pensaron los editores más antiguos, sino de Pomponio Segundo, tragediógrafo y gramático de la edad de Claudio y, por lo mismo, más al alcance de Séneca para valorarlo (cf.Lettere..., pág. 69). En la misma línea abunda Reynolds (cf.
L. A., Senecae ad Lucilium...I, pág. 5, n. 13). Evitar la singularidad y limitar los deseos Importa mejorarse cada día, evitando la extravagancia (1-2). Busquemos una moderación conforme a la naturaleza (3-4). La filosofía pide frugalidad, no desaliño. Igual a los demás en el porte exterior, el filósofo debe ser espiritualmente distinto (5-6). Máxima de Hecatón: suprimiendo los deseos se ahuyenta el temor, sin angustiarse por el pasado ni por lo venidero (7-9). Que tú, dejados todos los asuntos, te apliques con tenacidad y te esfuerces en la sola tarea de hacerte cada día mejor, lo apruebo y me complazco en ello, y no sólo te animo a que perseveres, sino que además te lo ruego[1]. Mas te prevengo que no tomes ciertas actitudes que llamen la atención en tu porte o en tu forma de vivir, como hacen aquellos que no desean el progreso espiritual, sino la admiración.
El porte descuidado, el cabello sin cortar, la barba un tanto desaliñada, una declarada aversión a la vajilla de plata, el jergón colocado en tierra y cualquier otra singularidad que persiga la ostentación por camino equivocado, debes evitarlo[2].Bastante odioso resulta el propio nombre de filosofía, aunque la practiquemos con discreción: ¿qué no sucedería si comenzáramos a separarnos de las costumbres humanas? [3] Que en nuestro interior todo sea distinto, pero que el porte externo se adecúe con la gente. La toga que no deslumbre de blancura, pero que tampoco esté sucia; no poseamos vajilla de plata en la que se haya incrustado el cincelado de oro macizo, pero no pensemos que es indicio de frugalidad vernos privados de oro y plata. Actuemos así: sigamos una vida mejor que la del vulgo, no la contraria; de otra suerte, a quienes deseamos corregir los ahuyentamos de nosotros y nos los enemistamos; y conseguimos también esto: que no quieran imitar nada de lo nuestro, por cuanto temen que hayan de imitarlo todo.
Esto es lo primero que garantiza la filosofía: sentido común, trato afable y sociabilidad[4], objetivo éste del que nos separará la desemejanza.Cuidemos que estas cosas, con que pretendemos conseguir la admiración, no sean extravagantes y odiosas. Por supuesto nuestro propósito es vivir conforme a la naturaleza, y va contra la naturaleza torturarse el cuerpo, desdeñar el fácil aseo, buscar el desaliño y servirse de alimentos no sólo viles, sino repugnantes y groseros. De la misma manera que apetecer cosas refinadas supone voluptuosidad, así rehuir las corrientes y asequibles sin gran dispendio supone desatino. La filosofía exige frugalidad, no castigo; además, puede existir una frugalidad sin desaliño. Esta medida me complace: moderar la vida en medio de las buenas costumbres públicas; que todos no sólo contemplen nuestra vida, sino que la aprueben. «En conclusión, ¿qué?, ¿haremos lo mismo que los otros?, ¿no habrá diferencia alguna entre nosotros y ellos?».
Muchísima: sepa que somos diferentes de la gente quien nos examine más de cerca; el que entre en nuestra casa admire más nuestra persona que nuestro ajuar.Es noble aquel que usa la vajilla de barro del mismo modo que la de plata, y no lo es menos el que emplea la de plata al igual que la de barro; propio de un espíritu pusilánime es no poder soportar las riquezas. Mas voy a compartir contigo también el pequeño lucro de este día. He hallado en los escritos de nuestro Hecatón que la supresión de los deseos aprovecha a la par como remedio del temor. Afirma: «Si dejas de esperar, dejarás de temer»[5]. Me objetarás: «¿Cómo sentimientos tan dispares corren parejos?». Así es, querido Lucilio; aunque parezcan ser contradictorios, van unidos. Igual que una misma cadena une al preso y al soldado que lo guarda, así esos sentimientos que son tan diferentes marchan a la par: el miedo sigue a la esperanza. Ni me admiro que ambos discurran así: uno y otro son propios de un espíritu indeciso, uno y otro propios de un espíritu ansioso por la expectación del futuro.
Pero la causa más profunda de lo uno y de lo otro es que en lugar de acomodarnos a la situación presente proyectamos nuestros pensamientos en la lejanía.Por ello, la previsión, el bien máximo de la condición humana, se convierte en un mal. Las fieras huyen de los peligros que ven; una vez los han evitado están seguras: nosotros nos atormentamos por el porvenir y el pasado. Muchos de nuestros bienes nos perjudican, pues el recuerdo hace revivir la angustia del temor, la previsión la anticipa. Nadie está apenado tan sólo por el mal presente. [1] Como en la epístola anterior, la idea de la perseverancia en la mejora del alma, en el esfuerzo por la sabiduría, está también presente en ésta. [2] Este desprecio por las convenciones sociales, propio de los filósofos cínicos, lo alentó asimismo Zenón, el fundador de la Estoa; pero ya Panecio reaccionó en contra.
Séneca, si es cierto que no aprueba el refinamiento superfluo de la vida ciudadana, «habla de frugalidad, simplicidad, pobreza, no de suciedad y desorden» (Scarpat, Lettere..., página 93).[3] Grimal cree descubrir aquí la impresión que produjo en Séneca y en otros senadores estoicos la ejecución de Rubelio Plauto, ordenada por Nerón, a instancias de Tigelino. Plauto, varón de costumbres severas, evocaba en su vida la imagen prototípica de Catón (cf. Sénèque ou la conscience..., pág. 225). [4] Es sobre el tema de la sociabilidad, congregatio, frente a los cínicos, sobre el que insiste la epístola. [5] Como otros estoicos y toda la ascética antigua, Hecatón piensa que los deseos y la codicia están en la raíz del temor, del que Séneca quiere liberar a Lucilio. No se han conservado las obras de Hecatón de Rodas, discípulo de Panecio, pero esta cita, como las otras dos en Ep.
6, 7 y 9, 6, sin duda provienen de la lectura directa de los escritos de este filósofo, uno de cuyos tratados puede muy bien ser la fuente principal del De beneficiis de Séneca.Así lo afirma Grimal diciendo que Séneca «nos da a conocer que lee los tratados de Hecatón y que saca máximas dignas de ser meditadas» (Sénèque ou la conscience..., pág. 22). La verdadera amistad. Hay que convivir con el amigo Séneca hace sabedor a Lucilio, su buen amigo, de su progreso espiritual (1-2). La verdadera amistad tiene todos los bienes en común. Por ello Séneca envía a Lucilio sus propios libros con útiles anotaciones, aunque reconoce que es preferible la presencia corporal. Así lo confirman ejemplos de diversos filósofos (3-6). En frase de Hecatón, la amistad consigo mismo es ya un progreso (7). Me doy cuenta, Lucilio, no sólo de que mejoro, sino de que transformo; aunque por el momento ni garantizo ya ni espero que no quede en mí nada que deba experimentar reforma.
¿Por qué no voy a tener muchas tendencias que deban refrenarse, atenuarse, realzarse?Esta es la prueba cabal de un alma perfeccionada: el que descubre los propios defectos que todavía ignoraba; a ciertos enfermos se les felicita cuando advierten que lo están. Así, pues, quisiera compartir contigo el súbito cambio experimentado en mí; entonces comenzaría a tener una confianza más firme en nuestra amistad[1], en aquella amistad auténtica que ni la esperanza, ni el miedo, ni la búsqueda del propio provecho destruyen, en aquella amistad con la que mueren y por la que mueren los hombres. Te recordaré a muchos que no carecieron de amigos, sino de amistad: esto no puede suceder cuando un mismo querer impulsa los ánimos a asociarse en el amor de lo honesto. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Porque bien saben ellos que lo poseen todo en común y más todavía las adversidades. No puedes imaginarte cuán grande es el cambio que cada día me procura a mí. «Comunícame», dices, «también a mí ese medio que has experimentado ser tan eficaz».
En cuanto a mí, deseo comunicarte a ti todo; precisamente me complazco en aprender algo a fin de enseñártelo; ni doctrina alguna me deleitaría, por más excelente y saludable que fuese, si tuviera que conocerla solamente yo.Si la sabiduría se me otorgase bajo esta condición, de mantenerla oculta y no divulgarla, la rechazaría: sin compañía no es grata la posesión de bien alguno. En consecuencia, te enviaré mis propios libros, y para que no gastes mucho tiempo buscando por doquier lo que te ha de ser útil, pondré anotaciones para que inmediatamente descubras los puntos que yo apruebo y admiro. Sin embargo, la viva voz y la convivencia te serán más útiles que la palabra escrita; es preciso que vengas a mi presencia: primero, porque los hombres se fían más de la vista que del oído; luego, porque el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos[2]. Cleantes no hubiera imitado a Zenón, si tan sólo le hubiera escuchado: participó en su vida, penetró en sus secretos, examinó si vivía según sus normas.
Platón, Aristóteles y toda la pléyade de sabios que había de tomar rumbos opuestos, aprovecharon más de la conducta que de las enseñanzas de Sócrates; a Metrodoro, Hermarco y Polieno no les hizo hombres prestigiosos la escuela, sino la intimidad con Epicuro.Y no te invito solamente a que aproveches en la virtud, sino a que me seas útil; pues el uno para el otro seremos de grandísimo provecho. Entretanto te daré a conocer, ya que te debo el pequeño obsequio diario, la frase de Hecatón que hoy me ha encantado. Dice así: «¿Me preguntas en qué he aprovechado? He comenzado a ser mi propio amigo»[3]. Mucho ha aprovechado: nunca estará solo. Ten presente que un tal amigo es posible a todos. [1] La transfiguración («metaschematizesthai» en Posidonio) que experimenta Séneca, no puede comunicarla plenamente a Lucilio sólo a través de cartas: necesita su presencia, convivir con él y compartir con el amigo tanto bien.
[2] Destaca esta máxima: «el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos».Lo que confirma a continuación, señalando el comportamiento de Zenón respecto de Cleantes, el de Sócrates respecto de Platón y Aristóteles, y el de Epicuro, a quien hizo célebre su camaradería, contubernium, con Metrodoro, Hermarco y Polieno. [3] Fowler, Hecat., fr. 26. Scarpat —que no cita a Fowler— aduce varios lugares paralelos del Epistolario; 8, 6: «si esto me digo a mí mismo»; 32, 5: «te deseo el dominio de ti mismo», 60, 4: «está vivo quien saca partido de sí» (cf. Lettere..., pág. 125), característicos del lenguaje de la interioridad de que se sirve Séneca en orden a la autoposesión. Rehuir la multitud. Buscar la compañía selecta Lucilio precisa evitar la multitud para que, liberado de su contagio, pueda adelantar en la virtud. Particularmente peligrosos son los espectáculos (1-2). Los combates de gladiadores son horribles y degradantes: se mata por el placer de matar.
Ni Sócrates, ni Catón, ni Lelio —cuánto menos nosotros— hubieran evitado el pernicioso ambiente de la turba (3-7).Por ello Lucilio debe buscar el retiro en compañía de los mejores, aunque sean pocos; en todo caso se bastará personalmente a sí mismo. Tres máximas, una de Demócrito, otra anónima, otra de Epicuro, corroboran esta idea (8-12). ¿Preguntas qué es, a mi juicio, lo que debes ante todo evitar? La multitud. No puedes convivir todavía con ella sin peligro. Por mi parte te confesaré mi debilidad: nunca vuelvo a casa con el mismo temple con que salí de ella; algo del equilibrio interior conseguido se altera y reaparece alguna de las pasiones que ahuyenté. Lo que ocurre a los enfermos, a quienes una prolongada debilidad agotó hasta el punto de no poderlos trasladar a parte alguna sin molestias, esto mismo nos acontece a nosotros, cuyo espíritu se está recuperando de una enfermedad crónica.
El contacto con la multitud nos es hostil: cualquiera nos encarece algún vicio, o nos lo sugiere, o nos lo contagia sin que nos demos cuenta.Ciertamente, el peligro es tanto mayor cuanto más numerosa es la gente entre la que nos mezclamos. Pero nada resulta tan perjudicial para las buenas costumbres como la asistencia a algún espectáculo, ya que entonces los vicios se insinúan más fácilmente por medio del placer[1]. ¿Qué piensas que intento decirte? ¿Me vuelvo más avaro, más ambicioso, más disoluto? Y hasta más cruel e inhumano porque estuve entre los hombres. Casualmente asistí al espectáculo del mediodía esperando presenciar acrobacias y bufonadas o cualquier entretenimiento en el que los espectadores dejan de contemplar sangre humana. Sucede todo lo contrario[2]: los combates precedentes han sido, en comparación, modelos de misericordia; ahora, suprimidos los juegos, no hay más que puros homicidios. Los combatientes nada tienen con qué cubrirse; expuesto a los golpes todo el cuerpo, nunca atacan en vano.
La mayoría prefiere esta competición a la de las parejas ordinarias y favoritas del público[3].¿Por qué no la van a preferir? No hay casco ni escudo para esquivar la espada. ¿De qué sirve la protección? ¿De qué la habilidad? Todo ello no es sino un retraso para la muerte. Por la mañana los condenados son arrojados a los leones y los osos, al mediodía a los espectadores. Éstos ordenan a quienes han matado que se enfrenten con quienes les van a matar, y al vencedor lo reservan para la próxima matanza; el resultado de la lucha es la muerte. La acción se lleva a cabo con el hierro y con el fuego. Así se procede mientras la arena queda vacía[4]. «Con todo, fulano cometió un latrocinio, perpetró un asesinato». ¿Entonces, qué? Por haber asesinado mereció sufrir este castigo: mas tú, desgraciado, ¿qué méritos hiciste para contemplar este espectáculo? «¡Mata, azota, quema! ¿Por qué es tan cobarde para lanzarse sobre la espada?, ¿por qué mata con tan poco arrojo?, ¿por qué muere con tanta desgana?
Que a golpes se les obligue a herir de nuevo, que los contendientes encajen mutuos golpes en sus pechos desnudos y de frente».El espectáculo se ha interrumpido: «mientras tanto que se degüellen hombres, para que no cese la función». ¡Ea! ¿Ni siquiera comprendéis que los malos ejemplos repercuten en aquellos que los dan? Dad gracias a los dioses inmortales de que el hombre a quien tratáis de enseñar la crueldad no pueda aprenderla[5]. Debe ser apartada de la multitud el alma, débil aún y poco firme en la virtud: fácilmente comparte el sentir de la mayoría. Una multitud de mentalidad contraria hubiera hecho desistir a Sócrates, a Catón y a Lelio de su norma de vida[6]. Con mayor motivo ninguno de nosotros, que tratamos precisamente de modelar nuestro carácter, puede hacer frente al ímpetu de los vicios que se presentan con tan gran acompañamiento.
Un solo ejemplo de lujuria o de avaricia causa mucho daño: un camarada afeminado nos debilita y ablanda poco a poco; el vecino adinerado excita nuestra codicia; un compañero malvado contagia su herrumbre a otro, por más puro y sencillo que éste sea: ¿qué crees tú que ocurre con las costumbres que públicamente han sido combatidas?Se impone que imites al vulgo o que lo odies. Mas debes evitar lo uno y lo otro: no hacerte semejante a los malos porque son muchos, ni enemigo de muchos porque son diferentes de ti. Recógete en tu interior cuanto te sea posible; trata con los que han de hacerte mejor; acoge a aquellos que tú puedes mejorar. Tales acciones se realizan a un tiempo y los hombres, enseñando, aprenden. No hay motivo para que la vanidad de proclamar tu talento te empuje hacia la gente para celebrar ante ella tus recitales o controversias; cosa que desearía hicieses si tuvieras la mercancía apropiada para tal público: no hay nadie que pueda entenderte. Quizá alguno acuda, uno que otro, y a ese mismo lo tendrás que modelar e instruir para que te comprenda.
«¿Entonces, para quién he aprendido estas cosas?».No debes temer que hayas perdido tu esfuerzo, si aprendiste para ti. Con todo, para que no suceda que haya aprendido en este día para mí solo, te comunicaré las tres bellas máximas que sobre un mismo tema me han venido a mano, de las cuales una te la pagará como deuda esta epístola; recibe las otras dos como anticipo. Dice Demócrito: «Uno es para mí como un pueblo, y un pueblo como uno solo»[7]. Bien respondió aquel, quienquiera que fuese —pues se discute acerca del autor—, cuando se le preguntaba a qué venía tanta precisión en una doctrina que muy pocos iban a entender: «para mí son suficientes unos pocos, es suficiente uno solo y suficiente ninguno». Esto último lo expresó bellamente Epicuro, cuando escribía a uno de sus compañeros de estudio: «esto lo digo no para muchos, sino para ti; pues somos un público bastante grande el uno para el otro»[8].
Tales pensamientos, Lucilio querido, debes conservarlos en tu espíritu para que puedas desdeñar el placer que proviene del aplauso de la mayoría.Muchos te alaban: ¿acaso tienes motivo para lisonjearte de ti, si eres tal que muchos pueden entenderte? Que tus buenas cualidades busquen el aplauso interior. [1] Rehuir la multitud y los espectáculos públicos que, en este caso, se concretan en los del anfiteatro, le es indispensable al aspirante a la sabiduría, por cuanto los malos ejemplos que allí se dan estimulan al vicio. Si, como pretende Scarpat, no ya el § 5, sino que «toda la carta está escrita pensando en Nerón» (Lettere..., pág. 130), Séneca trataría con ella de amonestar a los responsables para que no diesen pábulo a la crueldad de Nerón. De hecho el filósofo, cuando fue ministro del Príncipe, influyó para suavizar los espectáculos, impidiendo que nadie, aunque condenado, fuese allí ejecutado.
[2] Los espectáculos del anfiteatro se desarrollaban en dos tiempos: por la mañana tenían lugar las luchas de bestias feroces entre sí, o con los gladiadores (bestiarii); por la tarde combatían sólo los gladiadores.A mediodía quedaban interrumpidas las competiciones, y el público se entretenía con representaciones de teatro, con danzas o con exhibiciones gimnásticas. Pero, con frecuencia, la turba exigía luchas todavía más crueles. Este es el caso al que alude Séneca. Sobre el tema puede consultarse J. Guillén, Urbs Roma, II, Salamanca, 1978, págs. 351-360; 365-368. [3] Se trataba de parejas que combatían así, según unas normas establecidas, y que, por ser particularmente famosas, las reclamaba el público al emperador, quien a veces accedía a la competición a título de espectáculo extraordinario. [4] Es decir, mientras está interrumpido el espectáculo, ya que arena hay que entenderla como contenido (público) más que como continente (cf. Scarpat, Lettere..., pág. 145).
[5] Sobre esta frase en la que se alude claramente a Nerón, cf.Introducción, 5, 6: «El estoicismo renovado», págs. 69-70. Constituye el punto central de la epístola. Séneca desea que Nerón no se deje llevar de los malos ejemplos, que siempre redundan en quienes los han provocado, en los organizadores y responsables de tantas escenas de crueldad. [6] Personajes celebérrimos por su ejemplaridad, citados a menudo por Séneca como dechados de virtud. Sócrates, ya citado en la Ep. 6, 6, será mencionado catorce veces. El nombre de Catón de Útica aparecerá en muchos más pasajes, treinta en total, presentado como modelo de sabio estoico, cuyos rasgos a imitar quedan jalonados a lo largo de todo el Epistolario. A Lelio se le cita en seis ocasiones. En los dos primeros destaca más la austeridad de vida; el tercero, llamado sapiens, se muestra más accesible. [7] Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, 10.ª ed., Berlín, 1960-1961, fr.
302 a. Es Demócrito de Abdera, que en ética predicaba la moderación de los deseos y la sobriedad como vía para llegar a la serenidad del alma.[8] Usener, Epicur., fr. 208. Cf. asimismo la máxima semejante de Heráclito: «uno vale para mí diez mil, si es óptimo» (Diels-Kranz, op. cit., fr. 49 de Heráclito). En su retiro el sabio es útil a la comunidad El retiro de Séneca será fecundo en interés de sus coetáneos y de la posteridad (1-2). Enseñará a los demás el recto camino y a rechazar los falaces dones de la fortuna (3-4). Las necesidades corporales deben subordinarse a las exigencias del espíritu. Así ocupado, el sabio es más útil a los otros que si desempeñase cargos públicos (5-6). Frase de Epicuro sobre la filosofía como medio para alcanzar la libertad. No es un pensamiento privativo de Epicuro, sino del dominio público; por ello cita otras máximas, de Publilio y hasta del mismo Lucilio (7-10).
«¿Eres tú», me replicas, «quien me exhorta a evitar la multitud, buscar el retiro y atenerme a mi conciencia?, ¿dónde quedan aquellos preceptos vuestros que ordenan morir en medio de la acción?».¿Cómo?, ¿crees que te aconsejo la indolencia? Me escondí y cerré las puertas con el fin de poder ser útil a muchos[1]. Ningún día transcurre para mí inactivo; reservo al estudio parte de la noche; no me entrego al sueño sino que me rindo a él y trato de mantener despiertos los ojos fatigados por la vigilia y que desfallecen en la brega. Me he apartado no sólo de los hombres, sino de los negocios y principalmente de mis negocios: me ocupo de los hombres del futuro. Redacto algunas ideas que les puedan ser útiles; les dirijo por escrito consejos saludables, cual preparados de útiles medicinas, una vez he comprobado que son eficaces para mis úlceras, las cuales, si bien no se han curado totalmente, han dejado de agravarse. El recto camino que descubrí tardíamente, cansado de mi extravío, lo muestro a los demás.
Proclamo a gritos: «evitad cuanto complace al vulgo, cuanto el azar nos procura; manteneos desconfiados y recelosos de todo bien fortuito: tanto una fiera como un pez son engañados por el cebo que les atrae.¿Consideráis esto regalos de la fortuna? Son emboscadas. Cualquiera de vosotros que desee pasar la vida en paz debe evitar en la medida de lo posible estos beneficios pegajosos que lastimosamente nos engañan también en esto: en que creemos poseerlos y quedamos sujetos a ellos. »Esta carrera conduce al precipicio. El término de esta vida encumbrada es la caída. Luego que la prosperidad comienza a empujarnos fuera de camino, no es posible detenernos o, al menos, hundirnos con la nave derecha, o de una sola vez. La fortuna no nos derriba, sino que nos va volteando y nos estrella. »Mantened, por lo tanto, esta sana y provechosa forma de vida: que concedáis al cuerpo cuanto es suficiente para la buena salud.
Se le ha de tratar con bastante dureza, para que no se someta al espíritu con rebeldía: que el alimento calme el hambre, que la bebida apague la sed, que el vestido aleje el frío, que la casa sea defensa contra las inclemencias del tiempo.Nada importa que sea el césped o el mármol jaspeado de país extranjero lo que la haya erigido: sabed que al hombre lo protege igualmente la paja que el oro. Despreciad todo aquello que un esfuerzo inútil pone como adorno y decoración; pensad que nada, excepto el alma, es digno de admiración, para la cual, si es grande, nada hay que sea grande»[2]. Si esto me digo a mí mismo y lo transmito a la posteridad, ¿no te parece que soy más útil que cuando comparezco en juicio en calidad de defensor, o cuando imprimo el sello en las tablillas de un testamento[3], o cuando con mis palabras y actitud apoyo en el senado a un candidato? Créeme, los que pasan por no hacer nada realizan actos más importantes, se ocupan a un tiempo de lo humano y lo divino. Pero debo ya poner fin y, como lo he decidido hacer, pagarte algo en esta epístola.
No lo tomaré de mi repuesto; estoy compilando todavía a Epicuro, de quien en el día de hoy he leído este aforismo: «para que alcances la verdadera libertad conviene que te hagas esclavo de la filosofía»[4].No hace esperar de un día para otro a quien se sometió y entregó a ella; en seguida queda emancipado; porque ser esclavo de la filosofía es precisamente la libertad. Puede que me preguntes por qué recuerdo tan bellas sentencias de Epicuro más bien que de los nuestros: pero, ¿qué motivo tienes para considerarlas propias de Epicuro y no del dominio público? ¡Cuán numerosos son los poetas que expresan lo que ha sido o ha de ser expuesto por los filósofos! No me referiré a los autores de tragedias ni de nuestras fábulas togadas (pues también éstas, a medio camino entre las comedias y las tragedias, poseen una cierta seriedad): ¡qué gran cantidad de versos bien acuñados se halla en los mimos!, ¡qué gran cantidad de sentencias de Publilio debieran ser pronunciadas no ya por los cómicos descalzos, sino por los que calzan el coturno!
Citaré un verso de éste que se refiere a la filosofía y a la cuestión específica de la que nos ocupamos poco ha; en él afirma que lo fortuito no debemos considerarlo en nuestro haber: Es ajeno todo cuanto nos acontece conforme a nuestro deseo[5].Recuerdo que esta idea ha sido expresada por ti de forma bastante mejor y más precisa: No es tuyo lo que hizo tuyo la fortuna. Tampoco omitiré aquella frase que formulaste con mayor exactitud: El bien que pudo otorgarse puede arrebatarse[6] Esto no lo pongo en mi cuenta: te pago con tu dinero. [1] Separado de los cargos públicos Séneca piensa ser útil, resultar eficaz (cf. Scarpat, Lettere..., pág. 162) con sus conciudadanos y la posteridad. Resuelve la aporía entre la vida activa y la contemplativa: cuando ya no es posible la participación en los asuntos públicos, cabe laborar en un retiro fecundo por el bien de los demás. [2] En medio de un retiro activo se consigue el fin de la autarquía, desconfiando de la fortuna, dando al cuerpo sólo lo suficiente y considerando sólo valiosa el alma.
[3] Un testamento quedaba convalidado cuando en las tablillas, junto al sello del testador, se colocaba el de cinco testigos.De ahí la importancia del testigo, cuyo papel desempeñó Séneca. [4] Usener, Epicur. fr. 199. Así, mediante el cultivo de la sabiduría, la libertad se constituye en el fruto preciado del retiro y de la autarquía. [5] Ribbeck, Publilii Syri sent. Com. rom. frag., Leipzig, 1898, página 373. Publilio, junto con Décimo Laberio, dio gran esplendor al «mimo» (cuyos actores representaban descalzos). Nos quedan de él un centenar de sentencias, dignas algunas, a juicio de Séneca, de figurar en la tragedia (a cargo de autores calzados con el «coturno», que les proporcionaba apariencia de mayor estatura). [6] Lucilio era también poeta. Los versos que de él nos quedan están bien acuñados. Séneca aconseja a Lucilio no hacer la descripción del Etna en el poema que compone (cf. Ep. 79, 5). Para los dos pasajes de su producción poética aquí mencionados cf. Baerens, Lucil. lun., fr. 1 y 2, págs.
362-363.El sabio busca la amistad desinteresada, pero no la necesita Séneca precisa el concepto de impasibilidad estoica y epicúrea (1-3). El sabio estoico, como se contenta con un cuerpo mutilado, así también puede carecer de amigos, pero desea tenerlos y, si los pierde, trata de sustituirlos por otros (4-5). Es necesario amar para ser correspondido. Al buscar la nueva amistad el sabio se siente más feliz que con el disfrute de la vieja (6-7). Pero no debe ser una amistad egoísta, como la de Epicuro, sino desinteresada, para tener por quién sacrificarse (8-12). A esta amistad se allega quien, como el sabio, está contento consigo, aunque falto de muchas cosas, hasta de amigos. Así en los mayores apuros se concentra en su interior como Júpiter (13-16). Mientras pueda organizarse en sociedad y tener amistades, estará satisfecho, si no dirá como Estilpón: «todos mis bienes están conmigo» (16-19). Sentencia similar de Epicuro y de un poeta cómico: para ser felices hay que sentirse tales (20-22).
Deseas saber si Epicuro critica con razón en cierta epístola a quienes afirman que el sabio se basta a sí mismo y que en consecuencia no tiene necesidad de amigos[1].Esta objeción se la hace Epicuro a Estilpón[2] y a aquellos que han considerado que tener un ánimo impasible constituye el bien supremo. Forzoso sería incurrir en ambigüedad si quisiéramos traducir precipitadamente «apátheia» con un solo vocablo y traducirlo por «impaciencia», ya que podría entenderse lo contrario de lo que queremos expresar. Nosotros queremos indicar la cualidad del que se hace insensible a todo mal; pero se entenderá la de quien no puede soportar ningún mal. Veas, por lo tanto, si no sería preferible hablar de un alma invulnerable o situada por encima de toda pasibilidad. Ésta es la diferencia entre nosotros y aquéllos[3]: nuestro sabio supera sin duda toda molestia, pero la siente; el de aquéllos ni siquiera la siente. Ellos y nosotros coincidimos en esto: en que el sabio se basta a sí mismo.
Con todo, el nuestro quiere tener también un amigo, a la par vecino y camarada, aunque él se baste a nivel personal.Considera en qué medida se basta a sí mismo: algunas veces se contenta con una parte de sí. En el caso de que la enfermedad o el enemigo le cortaren la mano, en el caso de que la desgracia le arrancare uno o ambos ojos, la parte que le quede le satisfará y estará tan alegre con el cuerpo mutilado y amputado como lo estuvo con el cuerpo íntegro; pero, aunque no desea los miembros que le faltan, con todo prefiere que no le falten. De este modo el sabio se basta a sí mismo, no porque desee estar sin un amigo, sino porque puede estarlo. Y decir «puede» significa que soporta haberlo perdido con ánimo sereno. Por supuesto nunca estará sin un amigo: tiene en su poder sustituirlo cuanto antes. De la misma manera que si Fidias perdiere una estatua al punto modelaría otra, así el sabio, experto en conseguir amistades, encontrará otro amigo en sustitución del que perdió. ¿Quieres saber cómo conseguirá presto al amigo?
Te lo diré si acuerdas conmigo que te pague al instante la deuda y que arreglemos las cuentas por lo que atañe a esta epístola.Dice Hecatón: «Yo te descubriré un modo de provocar el amor sin filtro mágico, sin hierbas, sin ensalmos de hechicera alguna: si quieres ser amado, ama»[4]. En efecto, no sólo causa gran placer el cultivo de una amistad vieja y sólida, sino también el inicio y consecución de la nueva. La diferencia que existe entre el agricultor que cosecha y el que siembra es la misma que existe entre quien se procuró un amigo y quien se lo está procurando. El filósofo Átalo[5] solía decir que era más grato granjearse una amistad que retenerla, «al igual que es más grato al artista estar pintando que haber pintado». El afán del que está empeñado en su trabajo le procura un gran deleite en medio de su actividad: no se deleita por igual quien aparta la mano una vez consumada la obra. En ese momento goza del fruto de su arte, cuando pintaba gozaba del propio arte. La adolescencia en los hijos resulta más fecunda, pero la infancia más dulce.
Volvamos ahora a la cuestión.El sabio, por más que se baste a sí mismo, quiere, no obstante, tener un amigo, aunque no sea más que para ejercitar la amistad a fin de que tan gran virtud no quede inactiva; no por la finalidad que señalaba Epicuro en la mencionada epístola, «para tener quien le asista cuando esté enfermo, le socorra metido en la cárcel o indigente»[6], sino para tener a quien él pueda asistir, si está enfermo, a quien pueda liberar, si es apresado por la guardia del enemigo. El que mira hacia sí mismo y con esa disposición llega a la amistad, discurre mal. Como empezó, así terminará: se procuró un amigo que le pudiese ayudar a eludir la cárcel; al primer crujido de las cadenas, desaparecerá. Éstas son las amistades que la gente llama oportunistas: quien ha sido escogido por razones de utilidad agradará no más tiempo del que fuere útil.
Por este motivo, a los de próspera fortuna les acosa una multitud de amigos, a los arruinados les acompaña la soledad: los amigos escapan de la situación que les pone a prueba; por este motivo se producen todos esos funestos ejemplos de unos que abandonan por miedo, de otros que por miedo traicionan.Es necesario que principio y fin concuerden entre sí: quien comienza a ser amigo por interés, también por interés dejará de serlo; le satisfará una recompensa cualquiera contraria a la amistad, si es que existe alguna en la amistad que satisfaga más que ella. «¿Para qué te procuras un amigo?». Para tener por quién poder morir, para tener a quién acompañar al destierro, oponiéndome a su muerte y sacrificándome por él[7]. Lo que tú me escribes es negocio, no amistad, ya que busca su conveniencia y atiende al provecho que ha de conseguir. Sin duda tiene alguna semejanza con la amistad el afecto de los enamorados; podríamos definirlo como una locura en la amistad. Porque, ¿acaso hay alguien que ame por una ganancia?, ¿acaso por ambición o por gloria?
Es el mismo amor el que, por su propio impulso, menospreciando todo lo demás, enardece los ánimos con el deseo de la belleza, no sin esperanza de correspondencia en la mutua estima.¿Entonces, qué? ¿Una causa más honesta produce un torpe afecto? Replicas: «Ahora no tratamos la cuestión de si la amistad debe buscarse por sí misma». Por el contrario, nada mejor habría que demostrar; porque si debe procurarse por sí misma puede acercarse a ella quien esté satisfecho consigo mismo. «¿Cómo, pues, se acercará?». Como a una realidad bellísima, sin verse atraído por una ganancia, ni amedrentado por la mudanza de la fortuna. Despoja a la amistad de su grandeza quien la procura para las situaciones favorables. «El sabio se contenta consigo mismo». Esta proposición, querido Lucilio, muchos la interpretan erróneamente: excluyen al sabio de todas partes y le fuerzan a encerrarse en su caparazón.
Pero hay que precisar qué sentido encierra esta frase y hasta qué punto es válida; el sabio se contenta consigo mismo para vivir felizmente, no para vivir; porque para vivir precisa de muchos recursos, para vivir felizmente sólo de un alma sana, noble y que desdeñe la fortuna.Quiero también señalarte la distinción de Crisipo. Dice que el sabio no carece de nada y que, no obstante, tiene necesidad de muchas cosas, «por el contrario el necio no tiene necesidad alguna (porque de nada sabe hacer uso), pero carece de todo»[8]. El sabio precisa de las manos, de los ojos y de muchos bienes indispensables para el uso cotidiano, pero no carece de nada porque carecer supone necesidad, y para el sabio nada hay necesario. Así, pues, aunque el sabio se contente consigo mismo, precisa de amigos; de éstos desea tener el mayor número, no para vivir felizmente, puesto que también vivirá feliz sin amigos. El bien supremo no busca equipamiento del exterior, se cultiva en la intimidad, procede enteramente de sí mismo.
Comienza a estar subordinado a la fortuna, si busca fuera alguna parte de sí.«Con todo, ¿cuál ha de ser la vida del sabio, si queda sin amigos, metido en prisión, o abandonado entre gente extraña, o detenido en una larga travesía, o arrojado a una playa desierta?». Cual es la de Júpiter, cuando destruido el mundo, confundidos los dioses en uno, quedando poco a poco inactiva la naturaleza, se recoge en sí mismo entregado a sus pensamientos[9]. Algo similar hace el sabio: se concentra en sí mismo, vive para sí. Mientras puede ordenar los asuntos a su gusto, se contenta consigo mismo y toma esposa; se contenta consigo mismo y engendra hijos; se contenta consigo mismo y, en cambio, no viviría si tuviera que hacerlo sin sus semejantes. A la amistad no le empuja provecho alguno propio, sino un impulso natural, pues como en otras cosas experimentamos un instintivo placer, así también en la amistad.
Como existe la aversión a la soledad y la propensión a la vida social, como la naturaleza une a los hombres entre sí, así también para este sentimiento existe un estímulo que nos hace deseosos de amistad.No obstante, aunque sea muy afectuoso con los amigos, aunque los equipare a sí y a menudo los prefiera, el sabio delimitará todo bien en su interior y dirá lo que dijo aquel Estilpón, al que Epicuro ataca en su carta. A él, en efecto, estando sometida su patria, perdidos los hijos, perdida su esposa, mientras escapaba del incendio total solo y, pese a todo, feliz, Demetrio, llamado Poliorcetes por sus asedios a las ciudades, le preguntaba si había perdido alguna cosa, a lo cual respondió: «Todos mis bienes están conmigo»[10]. ¡He ahí al hombre fuerte y valeroso! Superó la propia victoria del enemigo. Dijo: «Nada he perdido»; obligó a aquél a dudar de su victoria. «Todos mis bienes están conmigo»: justicia, valor, prudencia, la misma disposición a no considerar como un bien nada que se nos pueda arrebatar.
Admiramos a ciertos animales que pasan por medio del fuego sin daño corporal.¡Cuánto más admirable este hombre que a través del hierro, de las ruinas, de las llamas salió ileso e indemne! ¿Ves cuánto más fácil resulta vencer a todo un pueblo que a un solo hombre? Esta sentencia coincide con la del sabio estoico: también éste lleva por igual sus bienes intactos a través de ciudades incendiadas, ya que él se contenta consigo mismo; a este límite circunscribe su felicidad. No creas que somos nosotros los únicos en proferir nobles sentencias: el propio Epicuro, censor de Estilpón, pronunció una frase semejante a la de éste, que debes tomar en buena cuenta, aunque ya pagué lo suyo a este día. Dice así: «A quien sus bienes no le parecen muy cuantiosos, aun siendo dueño de todo el mundo, ése es un desgraciado»[11]. O, si te parece, expresémoslo mejor de esta forma (pues hemos de proceder de manera que atendamos no a las palabras, sino al sentido): «Es desgraciado quien no se considera felicísimo, aunque señoree al mundo».
Mas para que te convenzas de que estas verdades son de sentido común, evidentemente dictadas por la naturaleza, se puede leer esto en un poeta cómico: No es feliz quien no piensa que lo es[12].¿Qué te importa cuál sea, en realidad, tu situación, si a ti te parece mala? «¿Entonces, qué?», argüirás, «si se proclamase a sí mismo feliz aquel rico deshonesto y aquel señor de muchos, pero esclavo de la mayoría, ¿resultará ser feliz por su propia decisión?». No importa lo que diga, sino lo que sienta, ni lo que sienta un día, sino lo que sienta siempre. Mas no hay por qué temer que un bien tan preciado llegue a manos de un indigno; sólo al sabio complacen sus bienes. Toda necedad sufre por hastío de sí misma. [1] Usener, Epicur., fr. 174. Pero la epístola no se ha conservado. Séneca responde a la dificultad de conciliar la autosuficiencia del sabio con el cultivo de la amistad.
El sabio, dice, se basta a sí mismo, pero quiere tener amigos, y no por motivos egoístas para tener ayuda en la necesidad, como pudiera ser el caso de los epicúreos, sino para tener a quien amar y por quien sacrificarse.La autarquía favorece en él la amistad. [2] Estilbón —mejor Estilpón, como demuesta Scarpat (cf. Lettere..., página 203)—, a través de Trasímaco, fue discípulo de Euclides el Socrático y de gran habilidad dialéctica. Se dice que fue maestro de Zenón, estoico antes de fundarse la Estoa, que profesaba la apatía y la independencia del sabio (cf. Diógenes Laercio, Vidas de los filós. II, 113 ss.). [3] Es decir, entre nosotros, los estoicos, y los filósofos de la escuela megárica, discípulos de Estilpón. [4] Fowler, Hecat., frag. 27. Es la tercera y última cita de Hecatón. [5] Filósofo del tiempo de Tiberio que inició a Séneca en la sabiduría estoica. Se refiere, sin duda, a una máxima que había escuchado de viva voz al maestro.
El dicere solebat lo repite Séneca varias veces en el Epistolario, referido a Átalo.[6] Usener, Epicur., fr. 175. [7] Bellísima definición descriptiva de la amistad. [8] Arnim, Stoic. vet. frag. III, 674. Es uno de los fragmentos morales de Crisipo, sucesor de Zenón y segundo fundador de la Estoa. El texto latino de Séneca se sirve de opus esse y egere para establecer la distinción y responder así a los términos griegos déomai y endé. [9] Es un pensamiento de Crisipo conservado por Arnim en la serie de sus fragmentos relativos a la física: Stoic. vet. frag. II, 1065. [10] La anécdota es narrada por Diógenes Laercio, Vitae philos. II, 115. En la respuesta dice «que no había perdido nada de lo personal, ya que nadie queda desprovisto de su educación (paideía), pues conserva su razón (lógos) y su saber (epistéme)». Séneca la refiere en Const. sap. 5, 6-7, aunque con variantes y en un contexto diverso. [11] Usener, Epicur., fr. 474. Los comentaristas suelen aducir el lugar paralelo de Horacio, Ep.
I, 10, 44: laetus sorte tua uiues sapientes; así como el de Epicteto (apud Clem.Alex., Strom. 6, 2 = Usener, Epicur., fr. 476): «la autarquía es la mayor de las riquezas». Cf. Ep. 17, 11. [12] Senario yámbico de autor incierto, según Ribbeck (op. cit., fr. 77, pág. 147). W. Meyer (P. Publilii Sententiae, Leipzig, 1980, N 61) lo atribuyó, aunque con reservas, a Publilio Siro, quizá por haber sido ya citado en esta epístola (cf. Scarpat, Lettere..., págs. 232-233). La sabiduría no suprime los defectos naturales. Elegir un modelo cuya vida imitar El amigo de Lucilio, de excelentes prendas, patentiza su timidez. Es un defecto natural que afecta no sólo a los jóvenes, sino también a los varones más fuertes y avezados (1-3). Sila, Pompeyo y Fabiano son un ejemplo. Es la novedad de la situación lo que impresiona a los más sensibles. La sabiduría nada puede hacer por tratarse de movimientos instintivos (4-7).
Debemos escoger un hombre de bien, sea Catón, Lelio u otro que nos cautive, cuya presencia espiritual estimule nuestra conducta (8-10).Ha conversado conmigo tu amigo, un noble carácter; de él cuán grande era su alma, cuán grande su talento y hasta su progreso espiritual me lo descubrió la primera entrevista. Nos ha dado una muestra de cómo se comportará[1], ya que no habló con previa reflexión, sino cogido de improviso. Cuando se concentraba, apenas si pudo sacudir la timidez: buen síntoma en un adolescente; tan cierto es que el rubor le invadió desde lo íntimo del ser. Esta afección, según cabe suponer, le acompañará aun cuando se hubiere fortalecido y despojado de todos los vicios, y hasta convertido en sabio. Porque ninguna sabiduría suprime los defectos naturales del cuerpo o del espíritu: todo cuanto está arraigado y es congénito, la disciplina lo modera, pero no lo elimina[2].
A algunos, incluso los más firmes, en presencia del público les invade un sudor no distinto al que suele afectar a los fatigados y calurosos; a otros, a punto de hablar, les tiemblan las rodillas, de otros los dientes les castañetean, les titubea la lengua y se les crispan los labios: ni la educación, ni el trato eliminan jamás estas reacciones, sino que la naturaleza ejerce su influjo y recuerda, aun a los más vigorosos, aquel su defecto.Entre estas imperfecciones no ignoro que se incluye también el rubor que invade de súbito aun a varones dignísimos. Cierto que se exterioriza más en los jóvenes que tienen más ardor y una frente sensible; no obstante afecta tanto a los hombres maduros como a los ancianos. Algunos nunca son más de temer que cuando se han ruborizado, cual si hubiesen sacudido de sí toda la vergüenza. Sila[3] era violentísimo desde el momento en que la sangre había afluido a su rostro. Nada había más delicado que el semblante de Pompeyo[4]: jamás dejó de ruborizarse en presencia de la multitud, sobre todo en las asambleas del pueblo.
De Fabiano[5] recuerdo que, introducido en el senado en calidad de testigo, enrojeció y este rubor le sentó muy bien.No le ocurrió esto por flaqueza de espíritu, sino por lo nuevo de la situación, que a los inexpertos, aunque no les deprima, les impresiona, propensos como están a ello por la disposición natural de su cuerpo, ya que como unos tienen la sangre templada, así otros la tienen ardorosa y revuelta y que afluye con facilidad al rostro. Estas deficiencias, como he dicho, no las corrige sabiduría alguna: de lo contrario, si eliminara todos los defectos, tendría a la naturaleza bajo su imperio. Las cualidades que dependen del nacimiento y la complexión física, por más que el espíritu se perfeccione con intenso y prolongado esfuerzo, subsistirán. Ninguna de ellas se puede evitar, como tampoco procurar.
Los actores que en la escena imitan diversos sentimientos, que expresan el miedo y el azoramiento, que reproducen la tristeza, para imitar la vergüenza hacen estos gestos: bajan el rostro, pronuncian quedas sus palabras, fijan y hunden los ojos en el suelo; pero en sí mismos no pueden excitar el rubor, el cual ni puede impedirse, ni provocarse.Frente a estos defectos la sabiduría nada garantiza, de nada aprovecha: tienen sus propios derechos, se presentan sin recibir orden alguna, e igualmente se retiran. La epístola pide ahora su conclusión. Recibe ésta, sin duda útil y saludable, que deseo que grabes en tu alma: «Hemos de escoger un hombre virtuoso y tenerlo siempre ante nuestra consideración para vivir como si él nos observara, y actuar en todo como si él nos viera»[6]. Esto, querido Lucilio, lo enseña Epicuro; nos ha otorgado un custodio y un preceptor, y no sin razón: una gran parte de las faltas se evita, si un testigo permanece junto a quienes van a cometerlas.
El alma debe tener alguien a quien venerar, cuyo ascendiente haga aún más sagrada su intimidad.¡Bienaventurado aquel de quien no sólo la presencia, sino hasta el recuerdo nos mejora! ¡Bienaventurado aquel que puede venerar a alguien de tal suerte que se configure y ordene sólo con recordarlo! Quien así puede venerar a alguien, presto será digno de veneración. Elige, pues, a Catón; si éste te parece demasiado austero, elige a uno de espíritu más indulgente, a un Lelio[7]. Elige a aquel de quien te agradó la conducta, las palabras y su mismo semblante, espejo del alma; tenlo siempre presente o como protector, o como dechado. Precisamos de alguien, lo repito, al que ajustar como modelo nuestra propia forma de ser: si no es conforme a un patrón, no corregirás los defectos.
[1] Hemos mantenido la lectura de Reynolds, aceptada por todos los críticos anteriores a él, apoyada en M y otros códices, en principio, «menos buenos»: Dedit nobis gustum ad quem respondebit; pero Scarpat, apoyado en Q, lee: Dedit nobis gustum ad quem res pendebat.Es decir, «Nos dio una muestra de su modo de juzgar las cosas», no «una muestra de cómo se comportará (= una muestra a la cual conformará su vida)». Reconocemos la perspicacia, bien acreditada, del filólogo italiano (cf. Lettere..., págs. 259-260), pero en este pasaje nos hemos adherido a la interpretación tradicional. [2] Aquí Séneca se opone a la corriente estoica más antigua y piensa con Panecio que los defectos naturales, anímicos o somáticos, se pueden mitigar con la educación, pero no corregir totalmente. Es posible que Séneca a través del joven amigo en cuestión —el mismo, a juicio de Grimal (cf. Sénèque ou la conscience..., pág. 442) que el de la ep.
3.1— tenga presente a Nerón, cuyas perversas inclinaciones se había esforzado en corregir y que en ese tiempo daba rienda suelta a su crueldad.[3] L. Cornelio Sila, tristemente célebre por su dictadura y proscripciones. Según Plutarco (Sull., 2), aquel su mirar naturalmente fiero y desapacible se hacía entonces más terrible a quien lo contemplaba por el color rojo oscuro de su semblante. Séneca habla de su crueldad en De ira 1, 2, 3; II 34, 3; III 18, 1. [4] De Pompeyo dice Plutarco (Pomp. 2) que presentaba un aspecto afable, que cautivaba la atención del oyente aun antes de hablar; y que por su cabello un poco levantado y el movimiento de los ojos daba motivo a que se dijese que existía cierta semejanza entre su semblante y los retratos de Alejandro. [5] Papirio Fabiano, discípulo de los Sestios y, por lo mismo, uno de los maestros del neopitagorismo, que en ocasiones refleja Séneca.
A él se refiere el filósofo en varias de las epístolas: 40, 11; 52, 11; 58, 6 y más ampliamente en la 100, 1, 2, 5, 9.Aquí refiere un hecho que presenció personalmente. [6] Usener, Epicur., fr. 210. Es de este modo como Séneca establece el nexo entre las dos partes de la epístola: aun para reducir los defectos naturales, cuánto más para corregir los vicios, nos irá bien escoger un modelo. [7] A Catón y Lelio nos hemos referido en la nota 21. Ventajas de la senectud. Aprovechar cada día como si fuera el último La decrepitud de la quinta de Nomento recuerda a Séneca su propia ancianidad (1-3). La vejez tiene su encanto, puesto que la vida, como todo placer, reserva lo mejor a la postre: haber abandonado la concupiscencia (4-5). No sólo el anciano, sino también el joven, debe contemplar la posibilidad de la muerte. Uno y otro pueden esperar un día más, pequeño círculo concéntrico dentro del grande que representa la vida entera.
La cita de Heráclito sirve para valorar cada día como el último y, a diferencia de como hiciera el legado Pacuvio, vivirlo con plenitud (6-9).La máxima de Epicuro de que no tenemos por qué vivir en necesidad, significa que la muerte nos abre el camino de la libertad (10-11). A dondequiera que vuelvo la mirada, descubro indicios de mi vejez[1]. He llegado a mi quinta, cercana a Roma[2], y deploro los gastos de aquel edificio ruinoso. El granjero me asegura que no es imputable a negligencia de su parte, que él hace todo lo necesario, pero que la quinta es vieja. La quinta surgió entre mis manos: ¿qué porvenir me aguarda si tan descompuestos están unos sillares tan viejos como yo? Indignado con él, aprovecho la primera ocasión para desahogar mi enojo: «Es evidente», digo, «que estos plátanos están desatendidos: no tienen hojas. ¡Qué ramas tan nudosas y resecas! ¡Qué troncos tan feos y rugosos! Esto no ocurriría si alguien cavase en derredor suyo y los regase»[3].
Él jura por mi genio[4] que hace todo lo necesario sin descuidar la atención en ningún aspecto, pero que los plátanos tienen sus años.Que quede entre nosotros; yo los había plantado, yo había visto sus primeras hojas. Vuelto hacia la entrada, pregunto: «¿quién es ese de ahí, ese decrépito, destinado con razón a hacer de portero? Porque ya está con los pies mirando hacia fuera[5]. ¿De dónde has sacado a este individuo? ¿Qué placer encontraste en cargar con un muerto ajeno?». El aludido respondió: «¿No me conoces? Soy Felición, a quien solías regalar estatuillas[6]; soy el hijo del granjero Filosito, soy tu favorito». «Éste», digo para mí, «delira completamente: ¿el nene se ha convertido también en mi favorito? Bien pudiera serlo: precisamente ahora que le caen los dientes». Esto debo a mi quinta: que mi vejez se me haga patente a dondequiera que me dirijo. Démosle un abrazo y acariciémosla; está llena de encantos, con tal que sepamos servirnos de ella.
La fruta es muy sabrosa cuando está terminando la cosecha.El final de la infancia ofrece el máximo atractivo. A los aficionados al vino les deleita la última copa, aquella que les pone en situación, que da el toque final a la embriaguez. La mayor dulzura que encierra todo placer la reserva para el final. Es gratísima la edad que ya declina, pero aún no se desploma, y pienso que aquella que se mantiene aferrada a la última teja tiene también su encanto; o mejor dicho, esto mismo es lo que ocupa el lugar de los placeres: no tener necesidad de ninguno. ¡Qué dulce resulta tener agotadas las pasiones y dejadas a un lado![7]. «Es penoso», objetas, «tener la muerte a la vista». En primer término, ella debe estar en la consideración tanto del viejo como del joven, pues no somos convocados a ella según el censo; además, nadie hay tan anciano como para no aguardar razonablemente un día más. Ahora bien, un día es un peldaño en la vida. Toda la existencia consta de partes y presenta círculos mayores descritos alrededor de otros más pequeños.
Hay uno que rodea y los envuelve a todos; éste comprende desde el nacimiento hasta el último día; hay otro que delimita los años de la adolescencia, otro que encierra en su ámbito toda la niñez.Luego, como unidad aparte, está el año que incluye en sí todas las estaciones de cuya multiplicación se compone la vida; al mes lo rodea un círculo más estrecho; la órbita más corta la describe el día; también ésta se extiende desde el principio al fin, desde el orto hasta el ocaso. Por ello Heráclito, que se ganó el sobrenombre de «oscuro» por la «oscuridad» de su exposición, dijo: «Un día es igual a otro cualquiera»[8], sentencia que cada cual interpretó de modo distinto. Así hubo uno que dijo que era igual en cuanto a las horas y no se equivocó; porque si el día es el espacio de veinticuatro horas, es preciso que todos los días sean iguales entre sí, toda vez que la noche gana lo que el día perdió.
Otro interpretó que un día era igual a todos por razón de semejanza, ya que el espacio de tiempo más prolongado nada contiene que no se halle en un solo día: claridad y noche; y en los cambios sucesivos de estación la noche unas veces más corta, otras más larga, mantiene iguales los días.Así, pues, hay que organizar cada jornada como si cerrara la marcha y terminara y completara la vida. Pacuvio[9], que se hizo dueño de Siria por derecho de uso, después de haber celebrado exequias en su honor con libaciones y banquetes fúnebres muy sonados, se hacía conducir de la cena a su aposento mientras en medio de los aplausos de sus favoritos se cantaba con acompañamiento de música: «la vida ha terminado, la vida ha terminado»[10]. Ningún día dejó de celebrar su propio entierro. Esto mismo que él realizaba con mala conciencia, practiquémoslo nosotros con noble intención y en el momento de entregarnos al sueño digamos alegres y contentos: He vivido, he consumado la carrera que me había asignado [la fortuna[11]. Si Dios nos otorga además un mañana, recibámoslo con júbilo.
Es muy feliz y dueño seguro de sí aquel que espera el mañana sin inquietud.Todo el que dice: «he vivido», al levantarse recibe cada día una ganancia. Pero debo ya terminar la epístola. «¿Llegará a mí», preguntas, «así, sin donativo alguno?». No temas, alguno lleva consigo. ¿Por qué he dicho alguno?, ¡alguno, y de peso! ¿Qué sentencia, en efecto, hay más hermosa que ésta que le encomiendo a ella para que te la transmita a ti? : «Es un mal vivir en necesidad, pero no hay ninguna necesidad de vivir en necesidad»[12]. ¿Por qué ha de haberla? En todas direcciones se abren hacia la libertad muchos caminos cortos y expeditos. A Dios gracias de que nadie pueda ser retenido en la vida: es lícito hollar las necesidades mismas. «Epicuro lo ha dicho», me adviertes: «¿qué tienes tú que ver con un extraño?».
Todo cuanto es verdad, me pertenece; continuaré en mi empeño de inculcarte a Epicuro, a fin de que esos que juran con la fórmula del maestro[13] y consideran no lo que se dice, sino quien lo dice, sepan que las mejores cosas son patrimonio común.[1] Séneca se halla en el umbral de la ancianidad. Entre el momento de escribir esta epístola, principios de octubre del 62, y la epístola 26, primavera del 63, ha cumplido los 63 años, edad que le convierte en senex. [2] Se trata del Nomentanum, casa de campo a pocas millas de Roma, propiedad familiar, cuya posesión databa de 40 a 50 años atrás, anterior, por tanto, a su destierro (Grimal, Sénèque ou la conscience..., página 230, nota 580). Señala Scarpat (Lettere..., pág. 284), que Séneca ya no distingue entre suburbanum (praedium) y uilla. [3] Detalle que confirma la fecha que hemos señalado para la composición de la epístola en la nota 33. [4] El Genius, que poseía en Roma cada varón, como cada hembra su Juno (cf. Ep.
110, 1), no expresaba tan sólo la facultad procreativa del ser humano (gígnomai, gigno), sino que se identificaba además con la fuerza misteriosa de la personalidad de cada individuo.El Genius del pater familias tenía para todos los miembros del hogar la mayor importancia. Los esclavos —tal es nuestro caso— juraban por el Genius de su señor. [5] Recordemos, para comprender el alcance de la ironía, que entre los romanos los cadáveres eran expuestos en el atrio de la casa junto a la puerta, con los pies vueltos hacia la salida. [6] Era en el mes de diciembre, en el último día de las Saturnales, llamado el de Sigillaria (sacra), cuando el señor de la casa ofrecía a los suyos estatuillas de terracota, especialmente gratas a los niños; aunque a veces inspiraban miedo por su fealdad (cf. Marcial, Epigr. XIV, 182). [7] Séneca insiste, aún más que Cicerón, en las ventajas de la vejez: la vida se saborea mejor a causa de la madurez de la persona; la propia vejez constituye una delicia, porque, superadas las pasiones, no tiene necesidad de placeres.
[8] Los romanos contaban los días de medianoche a medianoche, y aun cuando la hora, duodécima parte del tiempo comprendido entre la salida y la puesta del sol, era de mayor o menor duración, según la época del año, el conjunto del día, horas de luz y vigilias nocturnas, tenía siempre la misma duración, por lo cual los días debían considerarse iguales unos a otros.Para la cita de Heráclito véase: Diels-Kranz, Die Fragmente... Heraclit., fr. 106. [9] Se trata con toda verosimilitud del legado que, en la época de Tiberio, sustituyó a Elio Lamia en el gobierno de Siria, al ser éste retenido en Roma por el emperador. Fue así como Pacuvio, por derecho de usucapión, es decir, por el ejercicio del poder durante largo tiempo, hizo suya la provincia. [10] Costumbre extraña, pero frecuente en la época imperial entre gente refinada: la de simular, después de una opípara cena, el propio funeral.
El verbo parentare, «celebrar un sacrificio fúnebre», alude a las parentalia, fiestas anuales que se celebraban del 13 al 21 de febrero en honor de los difuntos de la familia, y que terminaban con un banquete (cf.Petronio, Satir., 71-78 y más en concreto el 78). [11] Virgilio, En. IV 653. Frase de Dido a punto de suicidarse. [12] Usener, Epicur., fr. 487. [13] Expresión tomada en préstamo a Horacio, Ep. I, 1, 14: «jurar al dictado de las enseñanzas del maestro» (cf. Scarpat, Lettere..., página 303). Ejercicios corporales y cultivo del espíritu Sin la filosofía no se alcanza la salud del alma y ni siquiera la del cuerpo. Para esta última bastan unos ejercicios sencillos e inteligentes (1-4). Del cuerpo hay que pasar al espíritu y concederle algún descanso (5-6). Debemos educar además la voz, para lo cual basta con adquirir una modulación suave (7-8). No obremos como los insensatos cuya vida está llena de preocupaciones por el futuro.
Consideremos los bienes y el progreso ya obtenido, sin esperar de la fortuna lo que nosotros mismos podemos procurarnos cada día (9-11).Fue una práctica de los antiguos, conservada hasta mis días, añadir al encabezamiento de la carta: «si tienes buena salud, me alegro, yo disfruto de buena salud». Rectamente decimos nosotros: «si cultivas la filosofía, me alegro». Porque esto es, en definitiva, tener buena salud[1]. Sin esto el alma está enferma; hasta el cuerpo, por grandes energías que posea, no está vigoroso si no es a la manera de los furiosos y frenéticos. Así, pues, cultiva principalmente esta salud, y en segundo lugar la del cuerpo, que no te costará gran esfuerzo si deseas encontrarte bien.
Porque es una ocupación absurda, querido Lucilio, y en modo alguno apropiada para un hombre culto, la de mover constantemene los músculos, ensanchar el cuello y vigorizar los costados; cuando el régimen alimenticio haya producido en ti un feliz resultado, y los músculos se hayan desarrollado, no igualarás jamás ni las fuerzas ni el peso de un buey cebado.Añade a esto que el lastre más pesado del cuerpo agobia al alma y le quita agilidad. Por ello, refrena cuanto puedas tu cuerpo y ensancha el espacio de tu alma. Muchas molestias acompañan a los que se entregan a este cuidado del cuerpo: primeramente los ejercicios físicos cuyo esfuerzo agota el ánimo y lo vuelve incapaz para la atención y los estudios profundos; luego, la abundancia de alimentos impide la agudeza mental.
A esto se suman los esclavos de la peor condición acogidos a la profesión de maestros, atentos sólo a ungirse con el óleo y el vino, cuya jornada ha transcurrido a su satisfacción si han sudado en abundancia, si en compensación del líquido que han transpirado, ingieren de nuevo gran cantidad de bebida que les calará más hondo por estar en ayunas.Beber y sudar constituyen la vida del enfermo de estómago. Existen ejercicios fáciles y cortos que rinden el cuerpo al instante y ahorran tiempo, del que hay que llevar una cuenta especial[2]: la carrera, el movimiento de manos con algún peso, el salto ora de altura, ora a distancia, o bien el que yo llamaría salto de los salios[3] o, para expresarlo con mayor rudeza, salto del batanero. Escoge la práctica sencilla y fácil de cualquiera de éstos. En todo ejercicio que practiques vuélvete presto del cuerpo al alma; de ésta ocúpate noche y día. Un trabajo moderado basta para alimentarla, y este ejercicio no lo impedirá ni el frío ni el calor ni siquiera la vejez.
Cultiva aquel bien que mejora con el tiempo.No es que te ordene estar siempre pendiente del libro o de las tablillas; algún descanso hay que conceder al alma, pero de modo que no se disipe, sino que se relaje. El paseo en litera[4] reanima el cuerpo y no perjudica al estudio: puede uno leer, dictar, hablar, escuchar, actividades éstas que ni siquiera el paseo a pie las impide. Tampoco debes descuidar la intensidad de tu voz, pero te prohíbo que la eleves y en seguida la bajes siguiendo el ritmo de las escalas y modulaciones usuales. ¿Qué decir si después quisieras aprender la forma de andar? Da entrada a esos maestros a quienes el hambre les ha ingeniado para una nueva profesión: habrá quien regule tus pasos y observe tus carrillos cuando comes, y lleve las cosas tanto más lejos cuanto más enardezcas su audacia con tu paciencia y credulidad. ¿Entonces qué?, ¿comenzará en seguida tu voz por el tono alto y de gran potencia?
Es hasta tal punto natural estimularse gradualmente, que incluso los litigantes empiezan en tono de conversación para pasar luego a los gritos; ninguno invoca en seguida la lealtad de los quirites[5].Por consiguiente, de cualquier modo que te lo sugiera el impulso interior, dirige un reproche a los vicios ora más enérgico, ora más suave, conforme la propia voz te lo aconseje también para conseguir tu objetivo. Cuando recobres su control y rebajes el tono, que descienda con moderación, pero que no se hunda; que se mantenga en una intensidad media, que no se desboque al modo de los ignorantes y rústicos[6]. Pues no pretendemos ejercitar la voz, sino ejercitarnos por medio de ella. Te he aligerado de no pequeña preocupación; un obsequio modesto, por cierto, una máxima griega, se sumará a estos beneficios. Ahí tienes un precepto notable: «La vida del necio es ingrata, intranquila; toda ella se proyecta hacia el futuro». Preguntas «¿quién dice esto?». El mismo que en ocasiones anteriores[7].