text
stringlengths
90
1.93k
[10] Se entiende «los edictos del pretor» (album praetoris).Los que a éstos recurrían no desaprovechaban ninguna de tales disposiciones y, con cábalas de toda especie, intentaban eludir la ley para salvar al cliente. [11] Cuando la acción judicial se planteaba de forma distinta, en tiempo distinto y ante juez diferente al señalado por los edictos del pretor. [12]En. IX 641. Palabras que Apolo dirige a Julo vencedor. En Virgilio sin interrogación, en frase afirmativa, como las cita la Ep. 73, 15. Reconocimiento de nuestros vicios. El remedio de la filosofía Séneca sufre un mareo navegando en mar agitado y con dificultad puede alcanzar la costa (1-4). Ya reanimado, medita sobre el olvido en que tenemos nuestros males físicos y morales. Un pequeño dolor físico lo disimulamos hasta que se convierte en grave enfermedad. En cambio en las dolencias del alma quien está más enfermo, reconoce menos su estado (5-7). Confesar el vicio es indicio de buena salud; sólo la filosofía nos despertará del letargo.
Igual que atendemos a las enfermedades del cuerpo, hemos de consagrarnos a la filosofía; pero ella no admite que le dediquemos tan sólo el tiempo que nos sobra (8-10).Cultivando la filosofía aventajaremos a los hombres, nos aproximaremos a Dios y rechazaremos los golpes del azar (11-12). ¿De qué no se me podrá convencer, cuando se me ha convencido para que viaje por mar? Zarpé con mar bonancible. Es cierto que el cielo estaba preñado de oscuros nubarrones que se resuelven casi siempre en agua o en viento; no obstante pensé que podría devorar las pocas millas que separan tu querida Partenope[1] de Putéolos[2], aunque en medio de un cielo inseguro y amenazador. Así, para evitar el riesgo con mayor rapidez, dirigí inmediatamente el rumbo por alta mar hacia Néside[3], con el fin de atajar, alejado de todas las ensenadas. Cuando ya había recorrido tanto trecho que lo mismo me importaba proseguir que regresar, se desvaneció de pronto aquella calma que me había seducido.
No era todavía la tempestad, pero sí la marejada y el oleaje cada vez más grueso.Me puse a rogar al timonel que me desembarcase en cualquier punto de la costa. Él me respondía que era aquel un litoral escarpado e inabordable, y que en el fragor de la tempestad nada temía tanto como la tierra. Pero me angustiaba demasiado como para preocuparme del peligro: me aquejaba esa especie de náusea lenta, sin vómito, que revuelve la bilis sin expulsarla. Por ello insistí al timonel y le obligué, quieras que no, a buscar la orilla. Así que estuvimos próximos a ella, no esperé a que se practicase ninguna de las maniobras de que habla Virgilio: las proas se vuelven cara al mar[4] o se arroja el áncora desde la proa[5]. Recordando mi destreza de veterano nadador en agua fría, me arrojo al mar cual corresponde a un aficionado a baños fríos, envuelto en mi batín de lana. ¿Qué molestias no crees tú que sufrí al trepar por los arrecifes, al buscarme un camino, al procurármelo?
Comprendí que, no sin razón, los marinos temen la tierra.Es increíble lo que tuve que aguantar al no poderme aguantar a mí mismo. Debes saber que Ulises no había nacido para sufrir la furia del mar hasta el extremo de tener que naufragar en todas partes: padecía la náusea marina. También yo, a cualquier punto que hubiere de dirigirme por mar, llegaré al término de veinte años. Apenas compuse mi estómago que, como sabes, no escapa del mareo tan pronto como del mar; así que relajé mi cuerpo con una fricción, me puse a meditar acerca del olvido grande en que tenemos nuestros defectos, por supuesto también los físicos, que constantemente nos recuerdan su presencia; por no hablar de los que están tanto más ocultos cuanto más graves son. Un ligero escalofrío pasa inadvertido, mas cuando la verdadera fiebre va en aumento y abrasa, incluso al hombre fuerte y sufrido le obliga a reconocer su dolencia.
Los pies duelen, las articulaciones sienten comezón; hasta ese momento disimulamos asegurando o que el tobillo se torció, o que se lastimó en algún ejercicio.A la enfermedad desconocida e incipiente se le busca un nombre, mas cuando ha comenzado a hinchar los tobillos y ha distorsionado ambos pies, es preciso que reconozcamos en nosotros el mal de gota. Lo contrario sucede en las enfermedades que aquejan al espíritu: cuanto peor uno se encuentra, menos lo siente. No tienes por qué admirarte, Lucilio carísimo. En efecto, quien tiene un sueño ligero percibe imágenes durante el descanso y a veces mientras duerme imagina que está durmiendo. Un profundo sopor borra hasta los sueños y abisma el alma con tal intensidad, que suprime en ella toda conciencia[6]. ¿Por qué nadie confiesa sus vicios? Porque todavía se halla bajo su dominio. Contar el sueño lo hace el que está despierto; asimismo confesar los vicios es indicio de salud. Despertemos, pues, a fin de que podamos refutar nuestros propios errores.
Mas sólo la filosofía nos despabilará, sólo ella nos sacudirá del pesado sueño.Conságrate enteramente a ella. Tú eres digno de ella y ella lo es de ti. Corred a estrecharos uno y otra. Todo lo demás recházalo con fortaleza, con sinceridad. No tienes por qué filosofar a fuerza de ruegos. Si estuvieses enfermo, hubieras interrumpido tu cuidado por el patrimonio familiar y te hubieras despreocupado de los asuntos del foro; ni considerarías a nadie tan importante como para acudir a defenderle, al remitir tu dolencia: perseguirías con toda el alma el objetivo de liberarte cuanto antes de la enfermedad. Pues, ¿qué?, ¿no harás también ahora lo propio? Aleja todos los obstáculos y conságrate a la salud del alma: nadie la alcanza estando atareado. La filosofía ejerce su realeza, señala su tiempo, no acepta el ajeno. No es cosa secundaria; es principal, es soberana, está presente y ordena.
Alejandro, a cierta ciudad que le prometía parte de su territorio y la mitad de todos los bienes, respondió así: «No he venido a Asia para aceptar lo que me dieseis, sino para que retuvieseis lo que yo os dejare»[7].Lo mismo responde la filosofía a cualquier ocupación: «No voy a aceptar el tiempo que os sobre a vosotros: dispondréis de aquel que yo rehusare». Concentra en ella toda tu atención, siéntate a su lado, venérala. Se establecerá una inmensa diferencia entre ti y los demás. Aventajarás en mucho a todos los mortales, no mucho te aventajarán los dioses a ti. ¿Preguntas qué diferencia existirá entre ellos y tú? Ellos vivirán más tiempo. Mas, por Hércules, que es propio de un gran artífice encerrar toda la obra en un espacio reducido. Tanta disponibilidad tiene el sabio de su vida, como Dios de todas las edades. En un aspecto el sabio aventaja a Dios: éste no teme por privilegio de su naturaleza, el sabio gracias a su esfuerzo[8].
He ahí una noble condición: la de tener la flaqueza del hombre y la firmeza de Dios.Increíble es el poder de la filosofía para reprimir todos los embates de la fortuna. Ningún dardo se clava en su pecho; está protegida, está segura; a unos les quita impulso esquivándolos, cual ligeros dardos, en los anchos pliegues de la toga; a otros los rechaza y los devuelve de inmediato contra aquel que los había arrojado. [1] Nombre de una de las Sirenas, cuyo cuerpo, según la leyenda, fue arrojado sobre la costa, donde luego se fundó la ciudad de Nápoles, tan querida de Lucilio. De este afecto de Lucilio habla Séneca en Ep. 49, 1 y 70, 1. [2] Ciudad marítima de Campania, junto a Nápoles. [3] Pequeña isla entre Putéolos y el promontorio Pausilipo. [4]En. VI 3: habla de Eneas, que llega a la costa de Cumas. [5]En. III 277. Los troyanos desembarcan en la isla de Leucadia. [6] Al parecer, Séneca no cree en los presagios procedentes de los sueños.
[7] En lugar de una ciudad, podría tratarse del rey persa Darío, quien propuso a Alejandro Magno compartir con él el dominio de Asia.La respuesta de Alejandro fue ésta: no se puede compartir lo que se ha perdido; las condiciones las impone el vencedor (cf. Curc., Hist. Alej. Mag. IV 5, 7). [8] Séneca destaca la grandeza de la voluntad del sabio. Así en la Ep. 73, 14 dice que el sabio desprecia los bienes externos con la misma grandeza de alma que Júpiter, pero le aventaja en que Júpiter no puede usar para sí de esos bienes, en cambio el sabio no quiere. Ataque de disnea y meditación sobre la muerte Séneca ha sufrido un ataque de disnea que le sirve como ensayo y ocasión para profundizar en el tema de la muerte (1-3). Igual que no recordamos el tiempo que precedió a nuestro nacimiento, tampoco el que seguirá a la muerte, que es la nada (4-5). Lo que importa es no tener asma en el alma. Así, aunque se le eche de la vida, el sabio sale gustoso, haciendo de la necesidad virtud (6-7).
Una larga tregua me había concedido la enfermedad; pero de repente me atacó.«¿Qué clase de dolencia?», dices. Lo preguntas con toda razón: hasta tal punto ninguna me es desconocida. Sin embargo, estoy casi consagrado a una especial, que ignoro por qué debo designarla con nombre griego, pues con bastante precisión puede llamarse «suspiro»[1]. Es, en efecto, una acometida de muy corta duración, semejante a una borrasca: cesa de ordinario en menos de una hora. De hecho, ¿quién tarda más tiempo en expirar? Todas las incomodidades del cuerpo, todas sus angustias han pasado por mí; ninguna me parece más penosa. ¿Y cómo no? En cualquier otra dolencia uno está enfermo, en ésta exhala el alma. Por eso los médicos a ésta la denominan «preparación para la muerte», porque semejante respiración logra por fin lo que a menudo intentó. ¿Crees que te cuento con alegría tales crisis porque las superé?
Si me felicitase de este desenlace como si tuviera buena salud, actuaría con tanta ridiculez como aquel, sea quien fuere, que juzga haber ganado el pleito porque aplazó la comparecencia.En cuanto a mí, aun en medio de los ahogos no he dejado de buscar alivio en pensamientos gratos y reconfortantes. «¿Qué es esto?», me repetía, «¿tan a menudo me pone a prueba la muerte? Puede hacerlo. Yo la he experimentado largo tiempo». «¿Cuándo?», preguntas. Antes de nacer. La muerte es el no ser. En qué consiste esto bien que lo sé. Será después de mí lo que fue antes de mi existencia[2]. Si tal situación conlleva algún sufrimiento, es necesario haberlo experimentado también antes de surgir a la vida; ahora bien, entonces no sufrimos vejación alguna. Te lo pregunto: ¿acaso no calificarías de muy necio a quien juzgase que la lámpara, una vez apagada, se halla en un estado peor al que tenía antes de encenderse?
También nosotros nos encendemos y nos apagamos; en la fase intermedia experimentamos algún sufrimiento, mas en uno y otro extremo reina plena seguridad.Éste es, amado Lucilio, si no me engaño, nuestro error: pensamos que la muerte viene a continuación, siendo así que nos ha precedido y nos seguirá. Cuanto existió antes de nosotros es muerte. ¿Qué importa, realmente, que no empieces o que acabes, cuando el resultado de lo uno y de lo otro se traduce en no ser? Con éstas y otras exhortaciones por el estilo (mudas, por supuesto, ya que no había lugar a las palabras) no dejé de alentarme. Luego, poco a poco, el «suspiro» aquel que comenzaba a ser simple jadeo, se produjo a mayores intervalos hasta que cesó. Con todo, dejó residuos; ni aun ahora, aunque haya cesado; la respiración brota de forma natural; experimento un cierto titubeo y lentitud. Que sea como quiera, con tal de no tener suspiros en el alma. De mi parte recibe esta garantía: no temblaré en el último momento, estoy ya preparado[3], mis proyectos no se extienden siquiera a todo el día.
Alaba e imita a quien no le aflige la muerte, aunque le agrade la vida.¿Qué valor ciertamente supone el salir, cuando a uno le echan? No obstante, también en este caso hay un valor: se me echa, pero con la impresión de que me voy. Por ello, al sabio nunca se le echa, ya que se echa a uno cuando se le expulsa de aquel lugar del que se retira contra su voluntad, y el sabio nada realiza forzado. Ha escapado a la necesidad porque desea lo que ella le ha de imponer. [1] Estas crisis de ahogo, producto del asma, las padeció a lo largo de toda su existencia. Pero supo cuidarse (cf. Ep. 15, 4, nota 63) y ello explica que, a pesar de su salud delicada, desplegase tanta actividad, en particular política y literaria. [2] El propio Séneca afirma (Ad Marc. 19, 5), que la muerte en sí no es nada y lo conduce todo a la nada. Cf. asimismo Ep. 77, 11. [3] Así lo repite en la Ep. 61, 2: «estoy dispuesto para salir...; pero morir con dignidad es morir de buen grado».
Séneca está dispuesto, como corresponde al aspirante a la sabiduría, a morir de buen grado.La quinta de Vacia y el verdadero retiro Séneca, llevado en litera por razones de salud, contempla desde la costa la quinta de Servilio Vacia (1-2). Habla del carácter de este ex-pretor, rico holgazán, estableciendo la distinción entre ociosidad y retiro fecundo: no vive para sí, quien no vive para nadie (3-5). Describe a continuación el buen emplazamiento de la quinta, si bien subraya que ningún lugar contribuye demasiado a la tranquilidad del alma (6-8). Lucilio puede encontrarse espiritualmente presente en la Campania junto a Séneca, porque entre amigos, a pesar de la separación física, puede establecerse una comunicación feliz (9-11). Vuelvo ahora mismo de mi paseo en litera no menos cansado que si hubiera recorrido a pie todo el trayecto que he hecho sentado.
Porque constituye también una fatiga ser llevado largo tiempo en la litera, y no sé si aquélla no se acentúa más aún, puesto que ello va contra la naturaleza, que nos proporcionó unos pies para que caminásemos por nosotros mismos, unos ojos para que viésemos por nosotros mismos.La debilidad nos la han ocasionado los deleites y hemos perdido la posibilidad de aquello que largo tiempo hemos rechazado. No obstante, tenía necesidad de sacudir los huesos, ora para expulsar la bilis que se había alojado en mi garganta[1], ora para que el balanceo que experimenté que me había sido útil, aligerase la misma respiración que me resultaba, no sé por qué motivo, demasiado pesada. Por ello, continué más tiempo mi paseo en litera, al cual me invitaba la propia costa, que forma un arco entre Cumas y la quinta de Servilio Vacia[2] y que, cual estrecho sendero, la rodea de un lado el mar y de otro el lago[3].
De hecho una reciente tempestad le había dado consistencia, pues, como sabes, el oleaje constante e impetuoso llega a su nivel, mas una calma demasiado prolongada lo disgrega, cuando de las arenas, que con la humedad se compactan, se ha evaporado el agua.Sin embargo, según mi costumbre, comencé a mirar en derredor por si descubría allí alguna cosa que me pudiera ser de provecho, y orienté la vista hacia la quinta que en otro tiempo perteneció a Vacia. En ella envejeció aquel rico ex-pretor, famoso nada más que por su holganza, único motivo por el que se le consideraba dichoso. Porque cuantas veces las simpatías de Asinio Galo[4], cuantas veces el odio y luego el amor a Sejano[5] —ya que encerraba el mismo peligro haberle disgustado que haberle amado— habían arruinado a algunos, la gente gritaba: «¡Oh Vacia, eres único en saber vivir!». Pero él sabía esconderse, no vivir; pues hay gran diferencia entre vivir en el retiro y en la holganza.
No pasaba yo nunca, en vida de Vacia, por delante de esta quinta sino para decir: «Vacia yace aquí»[6].Pero la filosofía, querido Lucilio, es cosa tan sagrada y venerable que, aun lo que falsamente se le parece, nos agrada. Al hombre ocioso el vulgo lo considera retirado, tranquilo, contento consigo, viviendo para sí, beneficios que a nadie, excepto al sabio, pueden alcanzar. Él es el único que sabe vivir para sí; porque él sabe vivir, que es lo primordial. En efecto, quien ha huido de los problemas y de los hombres; quien, por fracasar en sus ambiciones, se ha visto relegado, quien no ha sido capaz de ver cómo otros son más felices, quien, semejante a un animal tímido y perezoso, se ha ocultado por miedo, ese tal no vive para sí, sino —actitud ésta muy vergonzosa— para el vientre, para el sueño, para el placer. No vive necesariamente para sí quien no vive para nadie. Mas, de tal suerte es una gran cosa la constancia y la perseverancia en el propósito, que hasta la inercia, si es pertinaz, gana en prestigio.
Acerca de la propia quinta nada puedo decirte con precisión: pues sólo conozco la fachada y los exteriores, visibles incluso para los transeúntes.Cuenta con dos grutas de ambiciosa estructura, iguales en dimensión a cualquier atrio espacioso, construidas a mano, de las que una no recibe el sol, la otra lo conserva hasta el ocaso. Un riachuelo cruza, por en medio un bosque de plátanos, a modo de canal, que desagua de un lado en el mar y de otro en el lago Aquerusio, siendo suficiente para producir peces, por más que frecuentemente se le vacíe. Pero, cuando el mar está abierto, se le reserva; en cambio, si el mal tiempo brinda vacación a los pescadores, basta alargar la mano al criadero. Con todo, la comodidad mayor de la quinta es la de tener Bayas a espaldas de su muro: carece de los inconvenientes de ésta y goza de sus deleites. Estos sus encantos los conozco personalmente; la considero apropiada para todo el año; está orientada hacia el viento Favonio y lo recibe de suerte que priva a Bayas de su disfrute.
No parece que Vacia estuvo desacertado al elegir este emplazamiento al que confiar su ocio, ya entonces indolente y senil.Pero el lugar no contribuye gran cosa al sosiego interior: es el alma la que para sí valora todas las cosas. He visto en una quinta alegre y deliciosa moradores entristecidos; he visto en plena soledad personas con aire de atareadas. Por lo tanto, no tienes por que pensar que te hallas poco bien dispuesto porque no estás en la Campania. Y bien, ¿por qué no estás? Dirige constantemente tus pensamientos hacia acá. Es posible conversar con los amigos ausentes, sin duda cuantas veces quieras, todo el tiempo que lo desees. Y de este placer, que es el más grato, gozamos más plenamente estando ausentes. La presencia nos vuelve melindrosos[7]; y como entonces, cuando queremos, hablamos, paseamos y nos sentamos juntos, cuando estamos separados ya no pensamos en aquellos que poco antes habíamos visto. Por este motivo debemos soportar la ausencia con ecuanimidad: porque todos, aun de los presentes, estamos mucho tiempo ausentes.
Cuenta aquí primero la separación durante la noche, luego las ocupaciones distintas de cada uno, además el estudio en privado, las salidas por los alrededores de Roma: comprobarás que no es mucho el tiempo de que nos priva de un amigo su estancia en países lejanos.Al amigo se le ha de poseer dentro del alma, y aquí él nunca está ausente: a todo el que ella ama lo contempla cada día. Así, pues, entrégate al estudio conmigo, cena conmigo, pasea conmigo. Viviríamos en una mansión estrecha, si algún obstáculo se hallase interpuesto a nuestros pensamientos. Te contemplo, querido Lucilio; ahora en particular te escucho; estoy en tu compañía de tal suerte que dudo si voy a escribirte billetes en lugar de cartas[8]. [1] En la Ep. 53, 3, decía verse aquejado de la náusea que remueve, pero que no expulsa la bilis. Aquí se trata de expulsarla, y de ahí el paseo en litera, ejercicio para vigorizar el cuerpo.
[2] Un rico ex-pretor que vivió en la época de Tiberio, cuya quinta, según indica Séneca, se encontraba en el cabo Miseno.Nada más sabemos de él. Quizá descendiese de Servilio Vacia, que fue cónsul en los años 48 y 41 a. C. [3] El lago Averno. [4] El hijo de Asinio Polión, casado con Vipsania Agripina, la esposa repudiada por Tiberio. Envuelto en un proceso y condenado, murió de hambre en la cárcel. [5] Elio Sejano, prefecto del pretorio, favorito y ministro de Tiberio, a quien su excesiva ambición de poder le acarreó el castigo y la muerte. [6] Porque, más que vivir, era estar sepultado en vida. [7] La epístola consigue eliminar las distancias y procura la convivencia e intimidad entre los amigos, placer que se disfruta mejor en la ausencia (cf. Cancik, op. cit., pág. 52). [8] En el texto latino codicellos = tablillas enceradas para poder escribir sobre ellas con el estilete.
Como Séneca las distingue de las epístolas o escritos entre ausentes, deben significar aquí las misivas o mensajes para comunicarse los que viven próximos, es decir, mensajes de puerta a puerta.Ningún ruido perturbará la serenidad del sabio Séneca, que habita sobre una instalación de baños, asegura que los muchos ruidos que allí se producen no consiguen turbar la serenidad de que precisa para el estudio (1-4). Él mantiene su espíritu recogido, ya que de nada sirve el silencio exterior si nos agitan las pasiones. Tampoco es cierto que todo sea apacible en la noche, cuando el alma está inquieta y con mala conciencia (5-7). Despertemos a fin de combatir los vicios de raíz, y que ningún griterío exterior nos perturbe (8-12). A propósito de un texto de Virgilio, distingue el filósofo entre el sabio imperturbable y el ignorante amedrentado. Es al primero al que debemos imitar (13-15). ¡Muera yo si el silencio es tan necesario como parece para quien en el retiro se consagra al estudio! Heme aquí rodeado por todas partes de un griterío variado.
Vivo precisamente arriba de unos baños[1].Imagínate ahora toda clase de sonidos capaces de provocar la irritación en los oídos. Cuando los más fornidos atletas se ejercitan moviendo las manos con pesas de plomo, cuando se fatigan, o dan la impresión de fatigarse, escucho sus gemidos; cuantas veces exhalan el aliento contenido, oigo sus chiflidos y sus jadeantes respiraciones. Siempre que se trata de algún bañista indolente, al que le basta la fricción ordinaria, oigo el chasquido de la mano al sacudir la espalda, de un tono diferente conforme se aplique a superficies planas o cóncavas. Mas, si llega de repente el jugador de pelota y empieza a contar los tantos, uno está perdido. Añade asimismo al camorrista, al ladrón atrapado, y a aquel otro que se complace en escuchar su voz en el baño; asimismo a quienes saltan a la piscina produciendo gran estrépito en sus zambullidas.
Aparte de éstos, cuyas voces, a falta de otro mérito, son normales, piensa en el depilador[2] que, de cuando en cuando, emite una voz aguda y estridente para hacerse más de notar y que no calla nunca sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su lugar.Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero, al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación. «¡Dichoso tú», dirás, «hombre de hierro o insensible, cuya cabeza aguanta en medio de un griterío tan diverso y estridente! —habida cuenta de que a nuestro Crisipo[3] los frecuentes saludos le ponen en trance de muerte». En cambio yo, por Hércules, no me preocupo de este murmullo más que del oleaje, o de la cascada, aun cuando tengo oído que cierto pueblo no tuvo otro motivo para trasladar de sitio su ciudad que el no haber podido soportar el estruendo de las cataratas del Nilo[4].
En mi opinión, distrae más la voz que el chasquido, porque aquélla cautiva la atención, éste sólo satura y fustiga los oídos.Entre los ruidos que suenan en derredor mío, sin distraerme, cuento el de los carros que cruzan veloces por la calle, el de mi inquilino carpintero, el de mi vecino aserrador, o el de aquel que junto a la Meta Sudante[5] ensaya sus trompetillas y sus flautas, y no canta, sino que grita. Me resulta aún más molesto el ruido que se interrumpe, de cuando en cuando, que el otro continuado. Pero me he endurecido frente a todo este alboroto, de tal suerte que puedo escuchar hasta el cómitre de galera que con voz estridente señala el ritmo a sus remeros. En efecto, fuerzo el alma a concentrarse en sí misma, sin que se distraiga por la barahúnda exterior. Todo puede resonar por fuera con tal que por dentro no haya turbación, con tal que no rivalicen la codicia y el temor, con tal que la avaricia y el lujo no estén en desacuerdo y una no moleste a la otra.
¿De qué aprovecha, en verdad, el silencio en toda la comarca, cuando rugen las pasiones?Todo estaba sosegado en la plácida quietud de la noche[6]. ¡Afirmación falsa! : ninguna quietud es plácida sino la que dispone la razón. La noche descubre las molestias, no las quita, y muda los afanes. De hecho, los sueños, aun estando uno dormido, son tan angustiosos como la jornada. La auténtica tranquilidad es aquella en la que se desarrolla la sabiduría. Contempla a aquel hombre al cual se le procura asegurar el sueño en medio del silencio de una mansión espaciosa, y en cuyo obsequio, para que ningún rumor perturbe sus oídos, toda la multitud de esclavos ha enmudecido y los que se le aproximan apoyan el pie sin apenas tocar el suelo. Lo cierto es que se revuelve de un lado hacia otro tratando de conseguir un ligero sueño que ataje sus inquietudes, y se lamenta de haber oído lo que en realidad no oye. ¿Cuál crees que es la causa de esto?
Que el alma le ahoga con sus gritos; a ella hay que apaciguar, su agitación es lo que hemos de reprimir, pues no tienes por qué suponerla apaciguada porque el cuerpo descanse.A veces en la quietud hay inquietud. Por ello debemos estimularnos a la acción y ocuparnos en el cultivo de las artes nobles, siempre que nos indisponga la indolencia incapaz de soportarse a sí misma. Los grandes caudillos, cuando observan que los soldados obedecen de mal grado, les moderan con algún trabajo y les ocupan en campañas. Nunca tienen tiempo para holgar los que están atareados, y nada más seguro para conjurar el vicio de la ociosidad que el trabajo. A menudo creemos que el tedio de los asuntos públicos y el disgusto por una ocupación desdichada y molesta nos han impulsado al retiro; con todo en aquel escondrijo al que el temor y el cansancio nos han arrojado, a veces se recrudece la ambición. Porque no cesó por haberla extirpado, sino por estar cansada o, mejor, enojada, con los negocios cuya marcha le era poco favorable.
Otro tanto afirmo sobre la intemperancia que a veces parece que se ha retirado, pero que luego, a los que se han propuesto practicar la frugalidad, los seduce, reclamando en medio de la privación los placeres, no reprobados, sino sólo abandonados, con tanta más vehemencia, por cierto, cuanto más solapada está.Todos los vicios que están al descubierto resultan más leves; también las enfermedades se encaminan a la curación, precisamente cuando, saliendo de su secreto, descubren su virulencia. Y, por lo mismo, debes saber que la avaricia, la ambición y los demás vicios del espíritu humano son perniciosísimos, cuando se ocultan en él simulando la curación. Parecemos tranquilos y no lo estamos. Porque si procedemos de buena fe, si hemos tocado a retirada, si hemos renunciado a la ostentación, como poco antes te decía, ningún asunto nos desviará, ninguna sinfonía de hombres, o de pájaros, distraerá nuestros buenos pensamientos, firmes desde ahora y seguros.
Es un espíritu inconstante y que todavía no se ha recogido en su interior aquel que se distrae ante una voz, ante un suceso fortuito.Tiene dentro de sí una cierta inquietud, tiene un cierto temor preconcebido que mantienen despierta su curiosidad, cual lo expresa nuestro Virgilio: Y a mí, a quien poco ha no impresionaba dardo alguno disparado, ni los griegos reunidos contra mí en formación hostil; ahora cualquier soplo del aura me aterra, cualquier sonido me excita, indeciso como estoy y temeroso tanto por el compañero, como por mi carga[7]. La primera actitud es la del sabio a quien ni los vibrantes dardos, ni las armas de una formación cerrada que chocan entre sí, ni el estrépito de una ciudad en destrucción consiguen atemorizar[8]; esta segunda, la del ignorante, que, asustándose ante cualquier ruido, teme por su situación, a quien una voz insignificante, interpretada por él como un bramido, le desconcierta, a quien la más ligera conmoción deja sin aliento. Su propia carga le vuelve tímido.
A cualquiera de esos, supuestamente felices, que tú escojas, que arrastra y transporta consigo mucho equipaje, le verás «temeroso tanto por el compañero, como por la carga».En consecuencia, reconoce que tendrás un perfecto equilibrio en el momento en que ningún clamor te afecte, en que ningún sonido te desconcierte; ni cuando te halague, ni cuando te amenace, ni cuando con voz huera acose tus oídos con vanas representaciones. «Entonces ¿qué?, ¿acaso no resulta a veces más cómodo apartarse del tumulto?». Lo reconozco; por ello yo abandonaré este lugar. Quise probarme y ejercitarme. ¿Qué necesidad tengo de torturarme más tiempo, cuando Ulises encontró para sus compañeros un remedio tan fácil contra las mismas Sirenas[9]? [1] La ciudad es Bayas (cf. nota 527, Epístolas, Gredos, 2001). [2] Le dedica Séneca una mayor atención. Comenzaba por los sobacos y luego se extendía a las demás partes. Tal práctica da idea del lujo refinado de aquella sociedad. [3] Un desconocido, que no cabe confundir con el segundo fundador de la Estoa.
[4] Séneca cuenta el mismo suceso en las Cuest.Nat. IV 2, 5. [5] Fuente artificial, en forma de columna cónica, que se encontraba en Bayas, por la que descendía el agua desde lo alto. Pauly-Wissowa, Real Encycl. XV 2, col. 1310, advierte que «la Meta Sudante» de Roma es de época de Domiciano y, por lo mismo, posterior a Séneca. [6] Fragmento de P. Terencio Varrón Atacino en su versión libre de la obra de Apolonio de Rodas Argonautica (cf. Morel, Varro At. carm., fr. 8). [7]En. II 726-729. Cuenta Eneas a Dido la fuga de Troya con su padre a las espaldas y el hijo a su lado. [8] Más hiperbólico todavía se muestra Horacio en su conocida frase: «si el orbe destruido se hundiese, sus ruinas herirían al sabio sin perturbarle» (Od. III 3, 7-8): ya no son las ruinas de una ciudad, sino las del mundo entero las que herirán al sabio sin menoscabo de su impavidez. [9] Cf. Ep. 31, 2, nota 421 (Epístolas, Editorial Gredos, 2001).
Moderación en el duelo por la muerte del amigo[1] Es natural sentir la pérdida del amigo, pero el dolor excesivo puede ser vanidad (1-2).El recuerdo de la amistad debe ser apacible, aunque tenga algo de amargura (3-6). Sabemos que podemos perder al amigo; mientras está entre nosotros disfrutemos de su compañía, sin mostrar nuestro afecto sólo en su muerte (7-9). Hay que tener más de un amigo y sustituir al que hemos perdido. Tampoco podemos fatigarnos con el duelo, ya que el dolor al punto se vuelve repulsivo (10-13). Séneca se dolió en exceso por la muerte de Sereno. Debió pensar que éste era mortal y que se ha adelantado a la mansión de la que hablan los sabios (14-16). Soporto con pena que Flaco[2], tu amigo, haya fallecido, pero no quiero te aflijas más de lo justo. Apenas si osaré exigirte que no sientas dolor y sé que es mejor así. Mas ¿quién alcanzará esa fortaleza de alma si no se ha situado muy por encima de la fortuna?
También a él semejante desgracia le punzará, pero sólo le punzará.Mas a nosotros se nos puede disculpar que nos hayamos dejado arrastrar por las lágrimas, si no las hemos derramado con exceso, si nosotros mismos las hemos contenido. Los ojos, ante la pérdida del amigo, ni deben estar secos, ni desbordados en llanto; las lágrimas han de brotar, pero no se ha de sollozar. ¿Te parece que te impongo una ley dura, cuando el mayor de los poetas griegos otorgó el derecho de llorar sólo por un día[3], cuando dijo que hasta Níobe pensó en alimentarse? [4] ¿Quieres saber de dónde proceden los lamentos, de dónde el llanto desmesurado? Buscamos mediante las lágrimas dar prueba de nuestro sentimiento; no nos resignamos con sentir el dolor, sino que lo proclamamos. Nadie está triste para él solo. ¡Oh infeliz necedad! Existe hasta una cierta ostentación del dolor. «Pues, ¿qué?», preguntas, «¿me olvidaré del amigo?».
Le aseguras en ti un recuerdo muy corto, si tal recuerdo ha de subsistir acompañado de dolor; muy pronto al semblante dolorido cualquier circunstancia casual le devolverá la sonrisa.Y no te remito a un plazo demasiado lejano en el que toda nostalgia se suaviza, en el que hasta los llantos más acerbos se calman. Tan pronto dejes de observarte, este espectro de tristeza se alejará de ti. Ahora tú mismo alimentas tu dolor, pero éste aun del que lo alimenta se escapa y cesa tanto más presto cuanto más agudo es. Obremos de forma que nos resulte grato el recuerdo de los seres perdidos: nadie evoca con gusto la memoria de aquello que no ha de recordar sin angustia; como también es preciso que evoquemos con una cierta congoja el nombre de los difuntos que amamos, pero tal congoja tiene también su placer. En efecto, como solía decir nuestro Átalo: «Así es de agradable el recuerdo de los amigos difuntos como ciertos frutos dulcemente agrios[5], como el vino demasiado añejo, cuya aspereza nos deleita.
Mas cuando pasa cierto tiempo todo lo que nos angustiaba se borra y nos sobreviene el puro placer».Si le damos crédito: «pensar en los amigos cabales es tanto como saborear miel y pasteles; el recuerdo de los que fueron nos complace no sin cierta amargura. Mas, ¿quién negará que también estos alimentos ácidos y de una cierta aspereza pueden estimular el estómago?». No soy yo de la misma opinión: a mí el recuerdo de los amigos difuntos me resulta grato y suave, pues los tuve igual que si los hubiera de perder; los he perdido como si aún los tuviera. Obra, pues, querido Lucilio, cual conviene a tu equidad; deja de interpretar torcidamente el favor de la fortuna: te lo ha quitado, pero te lo había dado. Por lo tanto gocemos con plena satisfacción de los amigos, pues es cosa incierta cuánto tiempo podremos tener la dicha de hacerlo.
Reflexionemos cuán a menudo los hemos abandonado por tener que salir en un largo viaje al extranjero, cuán a menudo, aun viviendo en el mismo lugar, hemos dejado de visitarles; comprenderemos cuánto más tiempo, mientras estaban vivos, nos hemos quedado sin ellos.Ahora bien, ¿cómo vamos a soportar a los que tratan con gran desdén a sus amigos y luego deploran su muerte con grandes lamentos; que no aman a nadie a no ser cuando le han perdido y, por ello, se afligen entonces con más profusión porque temen se ponga en duda que les amaron? Son pruebas tardías de su afecto las que tratan de aportar. Cuando tenemos otros amigos los tratamos y los apreciamos indebidamente si nos sirven de poco para consolarnos por la pérdida de uno solo; cuando no los tenemos, nosotros mismos nos ocasionamos un perjuicio que supera el que la fortuna nos deparó: ella nos ha quitado uno, nosotros nos vemos privados de todos aquellos cuya amistad no logramos. Aparte de que ni siquiera a uno amó con exceso quien no pudo amar más que a uno.
Si un hombre que se halla desnudo, por haber perdido su único vestido, prefiere lamentarse a considerar de qué manera evitará el frío y encontrará algo de ropa con que cubrir las espaldas, ¿no te va a parecer muy insensato?Al que amabas le diste sepultura; busca a quien puedas amar. Es preferible sustituir al amigo que llorarlo. Sé que está ya muy trillado este aforismo que voy a añadir, pero no lo pasaré por alto porque todo el mundo lo diga: quien no ha logrado poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el tiempo. Ahora bien, para el hombre prudente constituye un remedio muy vergonzoso para su llanto el cansarse de llorar. Antes deseo que abandones tú el dolor que él te abandone a ti, y cuanto antes deja de hacer aquello que, aun cuando te agrade, no podrás realizar largo tiempo. Un año de luto para las mujeres fijaron nuestros mayores, no para que se dolieran tanto tiempo, sino para que no lo hicieran por más tiempo[6]; para los varones no hay período alguno determinado, porque ninguno es decoroso.
Con todo, ¿cuál de entre aquellas pobres mujeres, apartadas con dificultad de la pira, arrancadas con dificultad del cadáver, me señalarás, cuyas lágrimas hayan durado todo un mes?Ningún sentimiento se trueca más presto en repulsión que el de dolor, el cual, si es reciente, encuentra consoladores y atrae a algunos junto a sí; pero si es inveterado, se le ridiculiza, y con razón, porque o es fingido o insensato. Estos consejos te doy a ti yo, que lloré con tanta desmesura a mi carísimo Anneo Sereno[7], de forma que soy un ejemplo —lo que en absoluto quisiera— de aquellas personas a las que abrumó el dolor. Hoy, sin embargo, condeno mi actitud y entiendo que la causa principal de afligirme así estuvo en no haber pensado nunca que él podía morir antes que yo. Sólo este pensamiento me acudía a la mente: que él era más joven, mucho más joven, como si los hados tuvieran en cuenta la edad. Así que hemos de pensar constantemente que tanto nosotros como los seres queridos somos de condición mortal.
En aquella ocasión debí decir: «mi caro Sereno es más joven, ¿y qué importa?Debiera morir después de mí, pero puede hacerlo antes que yo». Puesto que no lo hice, la fortuna me golpeó súbitamente, cogiéndome desprevenido. Ahora considero que todas las cosas son mortales, pero incierta la ley que fija su mortalidad. Hoy mismo puede acaecer cuanto en cualquier momento es posible. Consideremos, pues, carísimo Lucilio, que hemos de llegar presto a aquel lugar al que nos entristece que él haya llegado. Y es posible, caso de ser cierta la opinión de los sabios de que alguna mansión nos dará cobijo, que el que creemos haber perdido se nos haya adelantado. [1] A partir de esta epístola, de carácter separativo y con una temática aislada, se inicia el gran ciclo de epístolas, de la 63 a la 80, que, como considera Maurach (cf. Der Bau..., págs. 130-177), desarrolla la estrategia para la consecución de la Virtud. [2] Personaje desconocido. [3] Cf. Hom., Il. XIX 229. Es Ulises quien así habla a Aquiles.
[4] Cf.Hom., Il. XXIV 602. Así lo manifiesta Aquiles a Príamo, invitándole a la cena después de concederle el rescate del cuerpo de Héctor. [5] Átalo, el estoico, maestro de Séneca, varias veces recordado en el Epistolario (cf. nota 34), en seguimiento de Hecatón, introdujo el elemento afectivo en la amistad, y así para él resulta cosa dulce conseguir un amigo, pero el recuerdo del amigo difunto está entreverado de amargura. Séneca no está de acuerdo con él en este punto: recuerda con gozo a los amigos difuntos y, apoyado en su experiencia y madurez, no quiere hacer concesiones a la emotividad y lamenta su debilidad cuando perdió a Sereno (cf. Grimal, Sénèque ou la conscience..., págs. 249-250). [6] En el pasaje paralelo de Ad Helu. 16, I, Séneca señala diez meses como plazo máximo de luto por los varones difuntos. Ovidio (cf. Fast. 135; III 134) señala el período de nueve meses completos, tiempo durante el cual la futura prole se halla en el seno materno.
[7] A quien Séneca dedicó varios de sus diálogos: De tranquillitate animi, De constancia sapientis, De otio, para conducirle a la sabiduría estoica.La muerte de Sereno fue causada por la ingestión de setas venenosas en el verano / otoño del 62. El problema de la causa. La contemplación del universo y su aplicación moral[1] En compañía de unos amigos, Séneca va a debatir el tema filosófico de la causa. Lucilio es el árbitro (1). Los estoicos oponen a una materia inerte una causa dinámica. Aristóteles distingue tres causas: la material, la eficiente y la formal, a las cuales añade la final. Platón señala además la causa ejemplar (2-8). Como toda obra artística, también el mundo cuenta con las cinco causas de Platón, y el fin que Dios, causa eficiente, se propuso al crearlo fue la bondad (9-10). Pero a Séneca le interesa la causa primera y general de la que penden las otras y que debe ser simple. De ahí, concluye, que Platón y Aristóteles o señalaron demasiadas causas, o no las suficientes (11-14).
Tales disquisiciones no son inútiles, elevan el espíritu, cautivo del cuerpo, a la contemplación del universo (15-18).Así conoceremos el origen y destino de los seres, dando la primacía al espíritu sobre el cuerpo (19-22). Dios ocupa en el universo el puesto que el alma ocupa en el hombre (23-24). La jornada de ayer me la repartí con la enfermedad: la mañana se la reservó ella para sí, la tarde me la cedió a mí. Así que, antes de nada, puse a prueba mi espíritu con la lectura; luego, puesto que la había tolerado bien, me atreví a exigirle, mejor dicho, a permitirle más actividad. Escribí unas líneas, con mayor atención, por cierto, de la que tengo por costumbre cuando he de enfrentarme con una materia difícil y no quiero dejarme vencer; hasta que se presentaron unos amigos con el fin de hacerme desistir y reprenderme, como se hace con un enfermo recalcitrante. El cometido de la pluma lo sustituyó la conversación, de la cual te daré a conocer aquella parte que está aún en litigio.
Te escogimos como árbitro.Tienes una tarea mayor de la que piensas[2]: tres son los aspectos de la cuestión. Como sabes, nuestros estoicos afirman que en la naturaleza existen dos principios que dan origen a todos los seres: la causa y la materia. La materia yace inerte, realidad dispuesta a cualquier mutación, que estaría inactiva si nadie la moviese; en cambio, la causa, es decir, la razón, configura la materia, la transforma en el sentido que quiere; de ella produce sus diversas obras. Por lo tanto, debe existir el principio del que una cosa se produce y además el principio que la produce: éste es la causa, aquél la materia. Toda arte es imitación de la naturaleza; por lo tanto, lo que yo afirmaba del universo refiérelo a las obras que el hombre se propone realizar. Una estatua ha precisado tanto de la materia que se somete a la operación del escultor, como del escultor que imprime la forma a la materia. Luego en la estatua la materia fue el bronce, la causa el escultor. Esa misma es la condición de todas las cosas: constan de un elemento que se elabora y del artífice que lo elabora.
Los estoicos opinan que la causa es única: la acción del artífice[3].A juicio de Aristóteles, la causa se define de tres maneras: «la primera causa», dice, «es la propia materia, sin la cual nada puede hacerse; la segunda el artífice; la tercera es la forma que se imprime a cada obra, como a la estatua»; es esa a la que Aristóteles llama idos. «Una cuarta», prosigue, «se añade a éstas: el fin de toda la obra»[4]. Te aclararé cuál es su pensamiento. El bronce es la causa primera de la estatua, pues nunca hubiera sido plasmada de no haber existido el material para fundirla y modelarla. La segunda causa es el escultor, porque aquel bronce no hubiera podido configurarse en forma de estatua, si no hubieran colaborado manos expertas. La tercera causa es la forma, pues tal estatua no se llamaría «el Doríforo» o «el Diadúmeno»[5], si no se le hubiese impreso esa determinada figura. La cuarta causa es el fin de la obra, porque sin él la estatua no hubiera sido elaborada. ¿Qué cosa es el fin?
Lo que ha impulsado al escultor, lo que le ha mantenido en su quehacer: bien sea el dinero, si ha esculpido para vender; bien sea la gloria, si trabajó por la celebridad; bien sea la religiosidad, si elaboró la estatua como ofrenda para un templo.Así, pues, también es causa aquello en miras a lo cual una cosa es hecha; ¿no crees acaso que entre las causas de la obra realizada se debe enumerar aquella sin la cual la obra no se hubiera ejecutado? A éstas Platón añade una quinta, el ejemplar, que él denomina «idea»[6]; ésta es el modelo que el escultor tiene ante la vista para realizar lo que se proponía. Pero nada importa que él tenga fuera de sí este ejemplar, al que dirigir la mirada; o bien dentro de sí, imaginado y constituido por él mismo. Estos ejemplares de todas las cosas un dios los tiene dentro de sí: con su mente abarcó las proporciones numéricas y las medidas de todo cuanto había de crear; está lleno de estas figuras que Platón llama ideas, inmortales, inmutables, infatigables.
Así es que los hombres perecen, pero la idea de humanidad, conforme a la cual es modelado el hombre, subsiste y, mientras los hombres se afanan y fenecen, ella no sufre detrimento.Cinco son, pues, las causas, al decir de Platón: aquello de lo cual (materia), aquello por lo cual (artífice), aquello en lo cual (forma), aquello según lo cual (ejemplar), aquello en vistas a lo cual (fin)[7]; por último, la obra que resulta de la conjunción de todas ellas. Por ejemplo, en la estatua —ya que de ella comenzamos a hablar—, aquello de lo cual es el bronce; aquello por lo cual es el artífice; aquello en lo cual es la forma que se le imprime; aquello según lo cual es el ejemplar que imita quien la esculpe; aquello en vistas a lo cual es el fin del artífice; lo que resulta de todas estas causas es la propia estatua.
También el mundo, como dice Platón, tiene todas estas causas: el hacedor, ese es Dios; el elemento del que es hecho, la materia visible; la forma, la disposición y orden del mundo, que contemplamos; el ejemplar, sin duda, el modelo conforme al cual Dios realizó la grandeza de esta obra bellísima; el fin, la motivación de su obra.¿Quieres saber qué fin se propuso Dios? La bondad. Así, por cierto, lo afirma Platón: «¿cuál fue el motivo que impulsó a Dios a hacer el mundo? Dios es bueno; el que es bueno no tiene envidia de bien alguno; lo hizo, por tanto, el mejor que pudo»[8]. ¡Ea, pues!, emite, juez, la sentencia y declara quién te parece que dice lo más verosímil, no lo más verdadero; ya que esto se halla tan por encima de nuestra capacidad como la verdad misma. Este conjunto de causas que proponen Aristóteles y Platón abarca demasiadas o demasiado pocas. Porque si llaman causa eficiente todo aquello sin lo cual una cosa no puede hacerse, son pocas las que propusieron.
Entre las causas pongan el tiempo: nada puede hacerse sin el tiempo.Pongan el lugar: si no hubiere un sitio donde hacer una cosa, tampoco se podrá hacer. Pongan el movimiento: sin él nada se produce, ni se destruye; sin el movimiento no hay arte alguna ni mudanza. Mas ahora nosotros investigamos la causa primera y general. Ésta debe ser simple, pues también la materia es simple. ¿Investigamos qué cosa sea la causa? Es evidente que la razón creadora, es decir, Dios[9]; porque todas estas cosas que habéis propuesto no son muchas causas distintas entre sí, sino que dependen de una sola, de la eficiente. ¿Afirmas que la forma es una causa? Esta la imprime el artífice a la obra: es parte de la causa, no una causa. El ejemplar tampoco es una causa, sino un instrumento necesario a la causa; es necesario al artífice del mismo modo que el cincel, que la lima; sin estos útiles el arte no puede producirse; con todo, no constituyen partes del arte ni son causas.
«El fin del artista», se alega, «el motivo por el que se consagra a una obra, eso es la causa».Supuesto que sea una causa, no es la causa eficiente, sino una accesoria. Ahora bien, éstas son innumerables; nosotros investigamos la causa general. Mas la afirmación de que todo el universo, obra consumada, era una causa no respondió a la habitual agudeza de los mismos filósofos; porque existe gran diferencia entre la obra y la causa de la obra. O pronuncia la sentencia o, lo que es más fácil en tales pleitos, di que la cuestión no está suficientemente examinada y convócanos para otra sesión. «¿Qué deleite encuentras», me dirás, «en consumir el tiempo en tales problemas que no te liberan de pasión alguna, ni te alejan de ningún deseo?». Por mi parte considero y medito aquellas cuestiones más importantes que procuran la paz a mi espíritu, y, en primer lugar, me examino a mí mismo, luego a este mundo[10].
Ni tampoco ahora malgasto el tiempo, como tú crees; ya que todas estas investigaciones, si no se fraccionan ni diluyen en tanta sutileza inútil, aligeran y elevan el alma que, oprimida con pesada carga, desea liberarse de ella y regresar a aquel estado que fue el suyo.Porque este cuerpo es peso y castigo del alma; cuando aquel la oprime, ella está abrumada, encadenada, a no ser que intervenga la filosofía y le exhorte a tomar aliento mediante la contemplación de la naturaleza, impulsándola desde lo terreno hacia lo divino. Ésta es su libertad, ésta su evasión; entretanto se sustrae a la prisión en la que está recluida y se reanima con el cielo[11].
Como los artífices de un trabajo muy delicado que, al exigir atención constante, fatiga la vista, si tienen en su taller una luz mezquina y pobre, salen a la vía pública y en un lugar destinado al esparcimiento de la gente recrean su vista con la luz pura, así el alma, aherrojada en esta mansión, triste y oscura, siempre que puede busca el cielo abierto y se recrea en la contemplación de la naturaleza.El sabio y el aspirante a la sabiduría están, es cierto, adheridos al propio cuerpo, pero, en la parte más noble de sí, están alejados de él y elevan sus pensamientos a las cosas celestes; como un soldado, obligado por el juramento militar, que considera un servicio el tiempo que vive y está de tal manera disciplinado que no tiene amor ni odio a la vida, y soporta su condición mortal, por más que sepa que le aguarda un destino superior[12]. ¿Me prohíbes la observación de la naturaleza?, ¿me relegas a una parte, alejándome del todo?
¿No voy a indagar cuál sea el origen del universo?, ¿quién ha plasmado a los seres?, ¿quién ha separado todos los elementos, inmersos en una mole y confundidos con la materia inerte?¿No investigaré quién sea el artífice de este mundo?, ¿de qué forma una multitud tan ingente se ha sometido a la ley y al orden?, ¿quién ha congregado las cosas dispersas, distinguido las confusas, asignado una imagen a las que yacían en una masa deforme?, ¿de dónde procede tanta luminosidad?, ¿es acaso el fuego o un elemento más lúcido que el fuego? ¿No voy a examinar estas cuestiones?, ¿voy a ignorar mi origen?, ¿habré de contemplar este mundo una sola vez o habré de nacer muchas veces?, ¿a dónde me encaminaré después de esta vida?, ¿qué mansión aguarda a mi alma libre de las leyes de la esclavitud humana? ¿Me prohíbes tener trato con el cielo, es decir, me ordenas que viva con la cabeza baja?
Soy demasiado noble y nacido para cosas demasiado nobles como para ser esclavo de mi cuerpo, que tan sólo lo considero, es cierto, como una cadena que coarta mi libertad.A éste, pues, lo enfrento a la fortuna para que resista su embate, y no permito que, a través de él, llegue hasta mí herida alguna. Lo que en mi persona puede sufrir la afrenta eso es el cuerpo; en esta morada expuesta a los golpes habita un alma libre. Jamás esta envoltura carnal me forzará al miedo, jamás a la simulación indigna de un hombre de bien; jamás mentiré por consideración a este corpezuelo. Cuando me parezca oportuno, disolveré la alianza con él; pero tampoco ahora, mientras estamos unidos, seremos socios a partes iguales. El alma reclamará para ella todos los derechos; el menosprecio del propio cuerpo es libertad segura[13]. Para volver a nuestro propósito, aprovechará en gran manera a esta libertad la investigación de que hablábamos poco ha. Es evidente que todo está compuesto de materia y de Dios.
Dios pone orden en las cosas que, esparcidas en su derredor, le secundan como a su moderador y guía.Ahora bien, tiene más poder y valía el agente, es decir, Dios, que la materia que recibe la acción de Dios. El lugar que ocupa Dios en este mundo, lo ocupa el alma en el hombre; lo que allí es la materia, aquí, en nosotros, es el cuerpo. Sirva, pues, lo inferior a lo más noble; seamos fuertes frente a los dardos de la fortuna; no temblemos ante las injurias, ante las heridas, ante las cadenas, ante la pobreza. La muerte ¿qué significa? O un final, o un tránsito[14]. Ni me asusta terminar, porque es lo mismo que no haber comenzado, ni pasar a la otra orilla, ya que en ninguna parte viviré con tanta estrechez como aquí. [1] Epístola fundamental, a juicio de Maurach, sobre la valoración del mundo en sentido espiritual (cf. Der Bau..., págs. 172; 132-136). La obra ya citada de G. Scarpat, comentario a esta carta, es insustituible para profundizar en el contenido de la misma.
[2] Hasta aquí la cornisa de la epístola, la bien conocida descriptio, tópico del género epistolar.[3] La conclusión es clara: para los estoicos no hay más que causa eficiente, la cual actúa sobre la materia, la transforma y produce las obras de la naturaleza. [4] Así lo afirma en Fís. III 194 b 16 ss. [5] Las dos obras más conocidas, del escultor griego Policleto, representando la primera a un joven que lleva una lanza y la segunda a un joven que se ata una cinta en la frente. [6] Es la causa ejemplar, la que Séneca expresa con el término griego latinizado idea (cf. Ep. 58, 19 y 21). [7] Los paréntesis son nuestros, a fin de aclarar, como hacen otros autores, la expresión un tanto abstracta e imprecisa. Para tales formulaciones que aparecen también entre los filósofos estoicos, cf. Arnim, Stoic. vet. frag. II, pág. 162. [8] Se trata de una traducción personal que Séneca elabora sobre el texto platónico de Tim.
29 d-e. Comparada con la traducción que del mismo pasaje ofrece Cicerón, la de Séneca, que se sirve de la sententia, simplifica y concentra, deja lo accesorio, atiende a lo esencial (cf.Traina, Lo stile..., págs. 36-38). [9] Directo al fondo de la cuestión, Séneca no reconoce más causa que la razón creadora, el lógos, Dios superior a la materia. [10] Síntesis programática de toda su filosofía: parte de la interioridad de su microcosmos para comprender el macrocosmos. [11] Así se produce en la epístola la transición de la física a la moral: el alma, oprimida como está por el peso del cuerpo, se eleva hacia lo divino mediante la contemplación de la naturaleza. [12] Aquí aborda el tema básico de la sabiduría, a la cual se allega toda alma que, en constante perfeccionamiento, aspira al trato con Dios y las cosas celestes (cf. Scarpat, La Lettera 65, págs. 211-232). [13] Unida al carácter divino del alma va su dignidad de ser libre: no puede esclavizarse al cuerpo, reclama sus derechos (cf.
el comentario preciso de Scarpat, La lettera 65, págs.255-266, sobre contemptus corporis sui certa libertas est). [14] El hombre, supeditado el cuerpo al alma, por la que participa de Dios, no deberá temer ni ante la fortuna, ni ante la muerte. Tema que se asocia, en última instancia, al rico y denso contenido de la epístola (cf. Scarpat, La lettera 65, págs. 277-300). Entereza necesaria para el suicidio[1] Ante la llegada de las naves mensajeras, procedentes de Alejandría, Séneca no tiene ninguna prisa en conocer el estado de cuentas de sus posesiones en Egipto. No importa el dinero, sino la vida honesta (1-4). Episodio de Marcelino, quien delibera acerca de quitarse la vida. Un estoico le exhorta a la muerte honesta. Marcelino obsequia a los suyos y se quita la vida en el baño (5-9). Tal suceso nos recuerda que en ocasiones tendremos el deber de morir. No hay que lamentarse de lo que acontece a diario e inevitablemente (10-13). Ejemplo del impúber, que se abrió la cabeza por no servir un vaso lleno de inmundicias.
Nada debe esclavizarnos a la vida: ni los banquetes, ni los amigos, ni la patria (14-17).El morir es un deber de la vida, cuya duración no importa, sino más bien su final honesto (18-20). De improviso se nos han presentado hoy las naves de Alejandría que suelen adelantarse para anunciar la llegada de la flota que vendrá en seguida[2]: se las llama mensajeras. Grata resulta a los campanos su contemplación; todo el pueblo de Putéolos se concentra en los muelles y por la misma forma de las velas reconoce a las alejandrinas aun en medio de una gran multitud de navíos; porque sólo a ellas se les permite extender la gavia que todas las naves izan en alta mar. Nada, en verdad, favorece tanto la travesía como la parte superior de la vela: en ese lado el navío recibe el máximo impulso. Así que cuantas veces arrecia el viento y sopla con más ímpetu del necesario, se baja la antena, ya que el soplo en la parte inferior tiene menos fuerza.
Una vez que se han introducido por Cápreas y el promontorio desde el cual sobre un peñasco tempestuoso Palas contempla la alta mar[3], es norma que las restantes naves se contenten con la vela mayor; la gavia se reserva como distintivo para las alejandrinas.En medio de esta carrera apresurada de toda la población hacia la costa, experimenté gran placer en mi pereza por cuanto, habiendo de recibir cartas de los míos, no me apresuré por conocer cuál era en aquellas tierras el estado de mis asuntos, ni qué noticias me traían. Hace ya tiempo que no experimento ni pérdida, ni ganancia alguna. Este sentimiento habría de tenerlo, aunque no fuese un viejo, pero ahora con mucha más razón: por escasas que fueran mis provisiones, me quedaría, con todo, más viático que camino por recorrer, sobre todo, cuando estamos metidos en un camino que no hay necesidad de recorrer hasta el final[4]. Un itinerario quedará incompleto si uno se detiene a mitad del recorrido, o antes del término fijado; la vida no queda incompleta, cuando es honesta.
En el punto en que uno termine, si termina bien, queda consumada.Mas, con frecuencia hay que terminarla hasta con energía, y no por las causas más graves, puesto que tampoco son las más graves las que nos retienen. Tulio Marcelino[5], a quien conociste muy bien, joven reposado, envejecido prematuramente, al verse acosado por una enfermedad, no incurable, por cierto, pero larga, penosa y que reclamaba mucha atención, se puso a reflexionar si se daría la muerte. Reunió numerosos amigos. De éstos, unos, atendiendo a la timidez de él, le daban el consejo que se hubieran dado a sí mismos; otros, a fuer de serviles y lisonjeros, le aconsejaban lo que suponían sería más grato a sus cavilaciones. Un estoico, amigo nuestro, hombre eminente y, para alabarle en los términos en que lo merece, esforzado y diligente, fue, a mi juicio, quien le exhortó mejor. Así, en efecto, se expresó: «No te atormentes, querido Marcelino, como quien delibera sobre un gran asunto. No es un gran asunto la vida; todos tus esclavos, todos los animales viven.
La gran proeza estriba en morir con honestidad, con prudencia, con fortaleza.Reflexiona cuánto tiempo hace que te ocupas de las mismas cosas: la comida, el sueño, el placer sexual; nos movemos en esta órbita. El deseo de morir no solo puede afectar al prudente, al valeroso, o al desdichado, sino también al hastiado de la vida». No precisaba Marcelino de exhortación, sino de ayuda; los esclavos no querían secundar sus deseos. Primeramente el estoico les quitó el miedo, indicándoles que la servidumbre sólo corre peligro cuando no está claro que la muerte del señor haya sido voluntaria; que, por lo demás, darían tan mal ejemplo causando la muerte a su dueño como apartándole de ella. Luego recordó al propio Marcelino que obraría noblemente si, como sucede al terminar la cena, que se reparten las sobras entre los criados que están en torno a la mesa, así, al terminar la vida, ofreciese algún obsequio a quienes habían sido servidores suyos de toda la vida.
Era Marcelino de espíritu condescendiente y generoso, aun cuando se trataba de sus propios bienes; así que distribuyó pequeñas cantidades a sus afligidos siervos y además los consoló.No tuvo necesidad ni de espada, ni de efusión de sangre: guardó ayuno durante tres días y en su dormitorio mandó colocar un dosel. A continuación se introdujo en él la bañera en la que permaneció largo tiempo; por efecto del agua caliente vertida en ella sin interrupción fue debilitándose poco a poco, no sin cierto placer, según decía, como el que suele producir un ligero desfallecimiento del que no me falta experiencia, ya que algunas veces he sufrido esos desmayos[6]. Me he alargado en un relato que no va a desagradarte; así conocerás que el final de tu amigo no fue penoso, ni lamentable. Pues aunque se dio la muerte, dulcísimamente se nos fue y escapó de la vida. Pero tampoco este relato habrá sido sin provecho. A menudo la necesidad reclama tales ejemplos. A menudo tenemos obligación de morir y nos resistimos, estamos en trance de muerte y nos oponemos a ella.
Nadie hay tan ignorante que no sepa que ha de morir algún día; sin embargo, cuando se acerca el momento, busca escapatorias, se estremece y llora.¿Acaso no te parece el más necio de todos quien se lamenta de no haber vivido hace mil años? Igualmente es necio quien se lamenta porque no vivirá dentro de mil años. Ambas posturas coinciden: no existirás, como no has existido; uno y otro tiempo no te pertenecen. Colocado como estás en este instante del tiempo, si piensas prolongarlo, ¿hasta cuándo lo prolongarás? ¿Por qué lloras?, ¿por qué suspiras? Esfuerzo vano. No esperes que tus súplicas vayan a modificar las decisiones de los dioses[7]. Son firmes e inmutables; una imperiosa y eterna necesidad las regula. Irás a donde van a parar todas las cosas. ¿Dónde está para ti la novedad? Para cumplir esta ley has venido al mundo. Lo propio aconteció a tu padre, a tu madre, a tus antepasados, a todos los que te precedieron, a todos los que te seguirán.
Un nexo indestructible, que ninguna fuerza puede cambiar, encadena y arrastra a todos los seres.¡Cuán gran número de mortales te seguirá!, ¡cuán gran número te acompañará en ese trance! Te sentirías más valiente, según pienso, si muchos miles de seres muriesen a una contigo; y, sin embargo, son muchos miles tanto de hombres como de animales los que, en el preciso momento en que no te decides a morir, expiran de diversas formas. ¿Es que no pensabas que llegarías algún día al término al que constantemente te dirigías? No existe camino que no tenga final. ¿Piensas que voy a relatarte ahora casos ejemplares de grandes hombres? Te relataré en su lugar casos de niños. La tradición conserva el recuerdo de aquel lacedemonio, todavía impúber, quien, hecho prisionero, decía a gritos en su propio dialecto dórico: «No seré esclavo». Y cumplió fielmente su promesa. Tan pronto se le ordenó realizar una función servil y degradante —se le ordenaba traer un recipiente de inmundicias— se abrió la cabeza, sacudiéndola contra la pared.
Tan cerca tenemos la libertad y ¿aún existen esclavos?, ¿no preferirías, por tanto, que tu hijo pereciera de forma similar, a que se hiciera viejo siendo un cobarde?¿Por qué tanta preocupación si la muerte valerosa está también al alcance de los niños? Supón que no quieres proseguir la marcha: te empujarán adelante. Haz que dependa de ti lo que está en poder de otros. ¿No tomarás aliento de este niño para decir: «No soy esclavo»? Desdichado, eres esclavo de los hombres, de las cosas, de la vida; porque la vida, si falta el valor de morir, se convierte en servidumbre. ¿Tienes acaso algún aliciente para esperar? Los mismos placeres que te demoran y retienen los has agotado: ninguno hay que sea nuevo para ti, ninguno que no te lo haya hecho odioso la propia saciedad. El sabor del vino puro y el sabor del mulso lo conoces; nada importa que sean cien o mil las ánforas que pasan por tu vejiga: eres un filtro. El sabor de la ostra y el del salmonete lo conoces muy bien.
Tu voluptuosidad no te reservó para los años venideros placer alguno que no hayas probado; y, sin embargo, estos son los goces de los que, contra tu voluntad, se te arrancará.¿Qué otra cosa hay que lamentes que te sea arrebatada? ¿Los amigos?, ¿es que sabes ser amigo? ¿La patria?, ¿acaso le tienes tanta estima que por ella te retrasas en cenar? ¿El sol? Si pudieras lo apagarías. ¿Qué acción, en verdad, realizaste jamás digna de su luz? Reconoce que no es el afecto al Senado, al foro, ni a la misma naturaleza el que te vuelve tan lento para morir. Contrariado abandonas un mercado en el que no has dejado provisión alguna. Temes la muerte. ¿Cómo, entonces, la menosprecias mientras te hartas de setas? Quieres vivir. Pero ¿sabes hacerlo? Temes morir: ¿y qué?, ¿esta tu vida no equivale a la muerte? Pasando Gayo César[8] por la Vía Latina, uno del grupo de los presidiarios, cuya vieja barba se le hundía hasta el pecho, le suplicaba que ordenase su muerte.
El emperador le respondió: «¿Realmente ahora vives?».Tal respuesta hay que dar a aquellas personas para quienes la muerte supondría un beneficio. Temes morir: ¿realmente ahora vives? «Pero yo», objetará alguien, «que realizo muchos actos honestos quiero seguir viviendo; contra mi voluntad abandono los deberes de la vida que voy cumpliendo con fidelidad y diligencia». ¿Cómo? ¿Ignoras que uno de los deberes de la vida es también el de morir? No abandonas deber alguno, ya que no se fija un número determinado de ellos que haya que cumplir. Toda vida es de corta duración. En efecto, si tomas como referencia la duración del universo, resulta de corta duración hasta la vida de Néstor y de Satia[9], la que ordenó grabar en su sepulcro que había vivido noventa y nueve años. Ahí tienes a una mujer que se gloriaba de su larga senectud: ¿quién la hubiera podido soportar si hubiese tenido la suerte de cumplir los cien años? Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado.
No atañe a la cuestión el lugar en que termines.Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final. [1] Destaca, pues, la epístola un aspecto de la patientia, la fortaleza que se supone necesaria para arrostrar la muerte y el suicidio cuando las circunstancias graves lo sugieren. Para Maurach esta epístola se relaciona estrechamente por su contenido con la siguiente, la 78 (cf. Der Bau..., págs. 165-167). Por otra parte, la misiva es de gran importancia para fijar la cronología del Epistolario. Grimal, que profundiza en la cuestión, la sitúa en la primavera del 64, en torno al 15 de abril (Sénèque ou la conscience..., págs. 46-49). [2] A fin de llevar de Egipto a Italia el trigo necesario para las distribuciones gratuitas. [3] Texto de autor desconocido: cf. Baehrens, Auct. inc., fr. 24, página 359.
[4] Actitud desinteresada de Séneca que no siente el menor deseo por conocer el estado de cuentas de sus dominios en Egipto y que contrasta con las acusaciones de avaricia que Dión Casio formula contra el filósofo al hacerse eco de fuentes que le son hostiles (Grimal, Sénèque ou la consciente..., pág.157). Asimismo Séneca con la frase final del párrafo insinúa, en lenguaje estoico, que el suicidio puede ser necesario o conveniente como medio extremo para salvaguardar la propia dignidad moral (cf. I. Grisé, Le suicide dans la Rome antique, Montréal-París, 1982, págs. 206-218). [5] Quizá el propio personaje de la Ep. 29, 1-8. [6] Cf. Ep. 54, 1-2, donde habla de sus ataques de asma, que designa como suspiria. [7] Virgilio, En. VI, 376. En tales términos se expresa la Sibila cumana hablando con Palinuro, que, pese a estar insepulto, quería atravesar la laguna Estigia y el río de las Euménides. [8] Se trata del emperador Caligula. [9] De Néstor se dice que vivía en la tercera generación (cf. Il. I 250-252).
Satia fue una noble matrona que alcanzó los 99 años de edad y murió en el imperio de Claudio.Valor en la enfermedad ante la perspectiva de la muerte[1] Como ahora Lucilio, también Séneca en su adolescencia sufrió una enfermedad igualmente molesta. Pensó quitarse la vida y se contuvo por amor a su padre (1-2). El estudio de la filosofía y los buenos amigos le infundieron nuevos alientos (3-4). El médico indicará a Lucilio los remedios más oportunos, pero un remedio general consiste en menospreciar la muerte (5-6). Por otra parte el dolor corpóreo o es soportable, o es breve. Por ello el sabio, a diferencia del ignorante, se preocupa con preferencia de la salud de su parte más noble (7-10). La molestia que supone verse privado de los placeres ordinarios desaparece con el tiempo. No agravemos el dolor con lamentaciones; ni suframos por lo ya pasado, ni nos angustiemos por lo venidero. La fortaleza impedirá que se agrave el mal. Como los atletas se fatigan por amor a la gloria, sacrifiquémonos nosotros por amor a la virtud (11-16).
No olvidemos que en la enfermedad larga hay interrupción del dolor grave y en la breve un pronto desenlace.Siempre nos confortará el recuerdo de nuestras acciones honestas y de la heroica conducta de quienes no sólo soportaron la tortura, sino que se mostraron alegres al sufrirla (17-19). Si la enfermedad impide las ocupaciones habituales, ella misma constituye una noble ocupación. Ni siquiera suprime los placeres del cuerpo, sino que los estimula; por otra parte al enfermo siempre le quedan los goces del espíritu. Es cierto que no saborea exquisitos manjares, pero su comida se parece más a la de un hombre sano que no es vicioso (20-24). Soporta la privación porque ni teme a la muerte, ni se hastía de la vida (25-27). En conclusión: Lucilio no deberá ni sucumbir ante la adversidad, ni fiarse de la prosperidad (28-29).
Los frecuentes catarros que te aquejan y las febrículas, resultado de los catarros prolongados que se han hecho crónicos, me producen un disgusto tanto mayor cuanto que yo tengo experiencia de esta clase de indisposiciones, de las que en sus comienzos no hice caso: todavía mi juventud podía resistir sus acometidas, y comportarse con denuedo frente a las enfermedades.Luego sucumbí y llegué a tal extremo que mi persona se consumía por la fluxión llegando a una delgadez extrema[2]. A menudo sentí el impulso de arrancarme la vida: fue la ancianidad de mi benignísimo padre la que me contuvo[3]. En efecto, pensé no en la entereza que yo tendría para morir, sino en la que a él le faltaría para soportar mi separación. En consecuencia me impuse la obligación de vivir, porque en ocasiones hasta el vivir supone obrar con entereza. Los consuelos que entonces tuve te los diré a condición de manifestarte antes, que la misma meditación a la que me entregaba tuvo el efecto de una medicina. Nobles motivaciones de consuelo se truecan en remedio, y todo cuanto levanta el espíritu, aprovecha también al cuerpo.
Son nuestros estudios los que me salvaron.Pongo en el haber de la filosofía mi restablecimiento, mi recuperación; a ella le debo la vida, nada menos. Asimismo, también, contribuyeron mucho a mi buena salud los amigos[4], cuyas exhortaciones, vigilancia y conversación me animaban. Nada, Lucilio, mi preferido entre todos, restablece y alivia tanto a un enfermo como el cariño de los amigos; nada coarta tanto la expectativa y el temor de la muerte. No tenía la impresión de morir, puesto que los dejaba a ellos sanos y salvos. Pensaba, te lo confesaré, que iba a vivir no con ellos, sino a través de ellos; no me parecía que exhalaba el alma, sino que la entregaba. Estos pensamientos me infundieron el deseo de ayudarme y de arrostrar todo sufrimiento; de lo contrario resulta muy deplorable que cuando uno ha rechazado el deseo de morir, no tenga el deseo de vivir. Acógete, por tanto, a estos remedios.
El médico te indicará cuánto paseo debes hacer, cuánto ejercicio practicar; te advertirá que no te dejes llevar de la pereza hacia la que tiende una salud endeble; que leas en voz alta para ejercitar la respiración cuyo conducto y cavidad se hallan obstruidos; que practiques el remo para sacudir tus vísceras con suave balanceo; qué alimentos has de tomar, cuándo debes recurrir al vino para fortalecerte, o prescindir de él para que no provoque la tos, ni la exaspere[5].Por mi parte te prescribo lo que sirve como remedio no solo para esa tu enfermedad, sino para toda la vida: desprecia la muerte. Nada resulta enojoso cuando rehuimos su temor. Éstos son los tres motivos de aflicción en toda enfermedad: el miedo a la muerte, el dolor corporal y la interrupción de los placeres. Acerca de la muerte hemos hablado bastante: añadiré esto solo: que el miedo a ella no procede de la enfermedad, sino de la naturaleza. La muerte de muchas personas la retrasó su enfermedad y su salvación estuvo en creer que morían[6].
Morirás no por estar enfermo, sino por estar vivo.Tal destino te aguarda aun cuando estés sano: una vez te hayas restablecido, habrás escapado no a la muerte, sino a la enfermedad. Volvamos ahora a aquello que constituye el mal característico de la enfermedad: el de provocar graves dolores, por más que los intervalos de calma los hagan llevaderos. En efecto, la intensidad máxima del dolor determina su fin; nadie puede sentir grandes dolores y por largo tiempo[7]. Sumamente afectuosa para con nosotros, la naturaleza nos modeló de tal suerte que el dolor fuera soportable, o breve. Los dolores más fuertes se localizan en las partes más enjutas del cuerpo: nervios, articulaciones y cualquier otro punto delgado se inflama con vivísimo dolor, cuando contrae el mal en su reducida zona.
Pero estas partes pronto se adormecen, perdiendo a causa del dolor la sensación del dolor, ora porque la respiración, obstaculizada en su curso natural y alterada, pierde el vigor con que se manifiesta y estimula nuestros sentidos, ora porque el humor corrompido, al no tener sitio donde afluir, se agolpa sobre sí mismo y quita la sensibilidad a las zonas que saturó con exceso.Así la gota en los pies y en las manos, y cualquier s dolor de vértebras y nervios, cesa a intervalos cuando llega a debilitar las partes que atormentaba; la comezón primera en todo dolor es una tortura, con el tiempo el ímpetu se debilita y el final del dolor es la insensibilidad. El dolor de los dientes, de los ojos, de los oídos es muy penetrante porque se origina en áreas muy reducidas del cuerpo, al igual, por cierto que el dolor de cabeza; pero, si es demasiado vehemente, se convierte en enajenación y aturdimiento. Este es, pues, el consuelo de un inmenso dolor: que es preciso que dejes de sentirlo, si lo sientes demasiado.
En cambio, lo que indispone a los ignorantes, cuando sufren corporalmente, es no haberse acostumbrado a sentirse satisfechos en su espíritu; se ocuparon mucho de su cuerpo.De ahí que el varón noble y prudente distinga el alma del cuerpo y dedique mucha atención a su parte superior y divina[8]; a la otra, quejosa y frágil, sólo la necesaria. «Mas es penoso», se objeta, «carecer de los placeres habituales, abstenerse de alimento, tener sed, padecer hambre». Tales privaciones resultan graves al principio del ayuno; luego el ansia languidece por el cansancio y desfallecimiento de los órganos, instrumentos de nuestra avidez. Por ello el estómago se vuelve inapetente, por ello quienes tuvieron apetito sienten aversión a la comida. Hasta los deseos mueren: no es, realmente, penoso verse privado del placer que uno deja de codiciar. Añade que todo dolor o se interrumpe, o, por lo menos, se atenúa. Añade que se puede con remedios evitar su llegada y resistir su acoso. No hay ninguno que no anticipe sus síntomas, sobre todo si se repite de forma habitual.
Es tolerable el sufrimiento de la enfermedad, cuando se ha menospreciado su amenaza más grave.No vayas a agravarte tú mismo los males y cargarte de quejas; el dolor resulta leve si nuestros prejuicios no le añaden nada. Al contrario, si te decides a estimularte y dices: «No es nada, o, por lo menos, es insignificante; aguantemos, ya cesará», lo convertirás en leve, mientras lo consideras tal. Todo depende de la opinión que nos formamos. No sólo la ambición, la sensualidad, la avaricia la toman en consideración: es de acuerdo con la opinión como sentimos el dolor. Cada cual es tan desgraciado como imagina serlo. Pienso que hemos de acabar con las quejas por los dolores pasados, y con semejantes expresiones: «A nadie jamás le fue peor. ¡Cuántos tormentos, cuántas desgracias he soportado! Nadie creyó que iba a recuperarme. ¡Cuántas veces he sido llorado por los míos, cuántas deshauciado por los médicos! A los que están extendidos sobre el potro no se les desgarra tanto». Aun cuando tales lamentos sean verdaderos, han pasado.
¿De qué te sirve insistir en los dolores pretéritos y hacerte desgraciado porque lo fuiste?¿Qué razón hay para que todos aumenten con mucho sus males y se engañen a sí mismos? Después lo que fue penoso soportar, resulta grato haberlo soportado: es humano que uno se alegre por el final de su infortunio. Hay que suprimir dos defectos: el temor por el futuro y el recuerdo de la antigua adversidad. Ésta ya no me afecta, aquel todavía no. Puesto en medio de las dificultades, ha de decir: Quizá un día me agradará recordar estas cosas[9]. Que afronte la lucha con toda valentía; será vencido, si cediere; vencerá, si se empeñare contra su propio dolor. En cambio, la mayoría adopta la actitud de atraer sobre sí el estrago que debe impedir. Este mal que te asusta, que te amenaza, que te angustia, si empiezas a escabullirte, te seguirá y se abatirá sobre ti con mayor fuerza; pero si te enfrentas con él y te animas a resistirle, lo rechazarás. ¡Cuántos golpes reciben los atletas en el rostro, cuántos en todo el cuerpo!
Pero soportan toda clase de tormentos por el afán de la gloria; ni los sufren tan sólo porque combaten, sino en orden a combatir: su misma preparación es un tormento.También nosotros superemos todo obstáculo; la recompensa que nos aguarda no es la corona, ni la palma, ni el tañido del heraldo que impone silencio antes de proclamar nuestro nombre; sino la virtud, la firmeza del alma y la paz conseguida para el futuro, si de una vez, en algún combate, hemos derrotado a la fortuna. «Pero siento un vivo dolor». ¿Es que no lo sientes cuando lo soportas como las mujeres? Del mismo modo que el enemigo es más nocivo para quienes huyen, así toda desgracia fortuita acosa más al que se retira y da la espalda. «Pero resulta pesado». ¿Es que nuestra fortaleza está en llevar cargas ligeras? ¿Quieres que la enfermedad sea larga, o virulenta y breve? Si es larga, presenta alternativas, da lugar a recuperarse, concede mucho tiempo libre; necesariamente tras el momento álgido, termina la crisis.
Si es breve y violenta, una de dos: o desaparecerá, o nos hará desaparecer.Mas, ¿qué importa que no exista ella o que no exista yo? En ambos casos llega el fin del dolor. Será también provechoso desviar la mente a otros pensamientos y distraerse del dolor. Piensa en las acciones que has realizado con honestidad, con fortaleza. Considera en tus adentros los aspectos buenos de tu vida; dirige tu recuerdo hacia los ejemplos que admiraste por encima de todos. En ese momento acuérdate de los hombres más fuertes, triunfadores del dolor: aquel que mientras ofrecía sus varices a la cisura, continuó leyendo su libro; aquel que no dejó de reír, aun cuando sus verdugos irritados por este mismo hecho, desplegaban contra él todos los recursos de su crueldad. ¿No vencerá la razón el dolor vencido a su vez por la risa?
Ahora puedes enumerar los sufrimientos que tú quieras: el catarro y la virulencia de una tos crónica que arranca pedazos de los pulmones, la fiebre que abrasa las mismas entrañas, el ardor de la sed, la distorsión de miembros al desencajarse las articulaciones; hay más: la hoguera, el potro, las planchas rusientes y el hierro hundido en las heridas tumefactas para reavivarlas y agudizarlas más intensamente.Sin embargo, en medio de tales sufrimientos hubo quien no gimió; es más: no suplicó; es más: no respondió; es más: rió y por cierto de buen grado. ¿Quieres tú con este precedente reírte del dolor? «Pero», insistes, «la enfermedad no me permite hacer nada; me tiene alejado de todos mis deberes»[10]. La mala salud afecta a tu cuerpo, no a tu alma. En efecto, atenaza los pies del corredor, entorpece la mano del zapatero o del artesano; pero si acostumbras a tener tu alma igualmente en activo, aconsejarás, enseñarás, escucharás, aprenderás, indagarás, recordarás.
Pues ¿qué?, ¿piensas que no haces nada, si eres un enfermo temperante?Demostrarás que la enfermedad puede dominarse o, por lo menos, soportarse. Créeme, también en el lecho hay un sitio para la virtud. No sólo las armas y el campo de batalla descubren un alma valerosa e inasequible al temor; hasta en su vestido se revela el varón fuerte. Tienes de qué ocuparte: combate con denuedo tu enfermedad. Si nada consigue de ti ni por la violencia, ni por las súplicas, ofreces un admirable ejemplo. ¡Oh, qué gran oportunidad de gloria tendríamos, si nos contemplaran en nuestra enfermedad! Contémplate tú mismo, felicítate tú mismo. Además, hay aquí dos clases de placeres. Los del cuerpo la enfermedad los cohíbe, pero no los suprime; al contrario, si lo consideras bien, los estimula. La bebida le satisface más al que está sediento; la comida sabe mejor al que está hambriento: todo manjar que uno consigue después de la abstinencia lo saborea con mayor avidez. En cambio, los placeres del espíritu, que son más nobles y seguros, no hay médico que los prohíba al enfermo.
Todo el que va en su busca, y los valora justamente, menosprecia todos los halagos de los sentidos.«¡Desdichado del enfermo!». ¿Por qué? ¿Porque no deslíe la nieve con el vino?, ¿porque el frescor de su bebida, cuya mezcla realizó en amplia copa, no lo renueva echando en ella un pedazo de hielo?, ¿porque sobre la misma mesa no le abren las ostras del Lucrino? [11], ¿porque en torno a él en su comedor no hay un tropel de cocineros que sirven las viandas en el propio hornillo? Es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo: para evitar que algún plato se enfríe, que algún bocado resulte poco caliente al paladar ya endurecido, se traslada a la mesa la cocina. «¡Desdichado del enfermo!». Comerá cuanto pueda digerir. No se expondrá ante su vista un jabalí desterrado de la mesa como vil manjar, ni se colocará en su bandeja un montón de pechugas de aves[12] —la vista de las aves enteras produce náuseas—. ¿Qué perjuicio se te ha ocasionado?
Comerás como un enfermo o mejor, por una vez, como hombre sano.Pero todas estas molestias las soportaremos con facilidad: el caldo, el agua caliente y todo cuanto parece insoportable a los afeminados que se consumen en la molicie, más enfermos en el alma que en el cuerpo: basta para ello que dejemos de tener miedo a la muerte. Y dejaremos este miedo cuando conozcamos los límites entre el bien y el mal. Solamente así, ni la vida nos producirá hastío, ni la muerte temor. Porque el tedio harto de uno mismo no puede adueñarse de una vida atareada en cuestiones tan varias, importantes, divinas: es el ocio estéril el que suele llevarla al odio de sí misma. Al que profundiza en la naturaleza, jamás la verdad le producirá fastidio: el hastío se lo dará la falsedad. Por otra parte, si la muerte se le acerca y le llama, aunque sea prematura, aunque le elimine en la mitad de la vida, el fruto que ha conseguido corresponde al de una vida muy larga.
Él ha llegado a conocer en gran parte la naturaleza, sabe que la honestidad no acrece con el tiempo.Necesariamente consideran corta toda existencia quienes la miden de acuerdo con sus placeres ilusorios y, por lo mismo, insaciables. Reanímate con estos pensamientos y medita entretanto: mis epístolas. Llegará, por fin, el día que nos juntará de nuevo y nos hará sentir al unísono. Cualquiera que sea la duración del reencuentro, la prolongaremos, sabiéndola aprovechar. Pues, como dice Posidonio[13], «una sola jornada del hombre instruido cunde más que la vida muy larga del ignorante». Mientras tanto observa y sustenta esta norma: no sucumbir en la adversidad, no fiarse de la prosperidad, tomar en consideración todas las veleidades de la fortuna en la creencia de que todo cuanto puede realizar lo realizará. Los reveses que hemos esperado largo tiempo llegan con más suavidad. [1] Responde a la temática de la perseverancia como otro aspecto de la patientia, complementario al del suicidio, del que habla la epístola anterior, que Maurach (cf. Der Bau..., págs.
165-167, 177) empareja con ésta.[2] Cf. Ep. 54, 1-2, nota 175. Esta parece haber sido la situación más crítica por la que pasó la endeble salud de Séneca. [3] L. Anneo Séneca, llamado «el Retórico», bien conocido como autor de controuersiae y de suasoriae, ensayos sobre estos dos tipos de ejercicios retóricos, y de historiae, cuyo relato se extendía desde el principio de las guerras civiles hasta casi el día de su muerte. [4] Curiosamente dos remedios espirituales le sirvieron de medicina para el cuerpo: el estudio de la filosofía y el cariño de los amigos que nunca se le manifestó tan sincero como en esos momentos de adversidad (cf. Ep. 6, 3; 48, 2). [5] Cf. Ep. 15, 4, nota 63, donde se habla de otros ejercicios gimnásticos practicados por Séneca. [6] Probable alusión al hecho de que Calígula le perdonó a Séneca la vida por haberle indicado una de las cortesanas que éste no tardaría en morir (cf. Dión Casio, Hist. Rom. LIX, 19, 7). [7] Pasaje de inspiración epicúrea: cf.
Usener, Epicur., fr.446. Las mismas ideas aparecen en la Ep. 94, 7. [8] Cf. Ep. 31, II, donde aducimos diversos pasajes de las Epístolas sobre el carácter divino del alma. De ahí que los espíritus nobles le dediquen preferente atención. [9] Virg., En. I, 203. Palabras que dirige Eneas a sus compañeros al llegar a la costa de Libia, después de la tempestad. [10] Aquí termina la última de las objeciones que el interlocutor fingido, de acuerdo con los procedimientos del género diatríbico, presenta al autor sobre el tema en cuestión (cf. §§ II, 17). [11] Las ostras del lago Lucrino en el golfo de Cumas, junto al Lago Averno, eran particularmente apreciadas. Juvenal cuenta (cf. Sat. 8, 85) que cierto individuo toma cien ostras del Lucrino para cenar. [12] Refiriéndose al lujo de los manjares, nota J. Guillén (Urbs Roma, II, pág.
266): «comer, por ejemplo, pollo y caza, y beber Falerno, como hacían el emperador Alejandro Severo y el emperador Tácito, les parecía una vulgaridad» a las gentes adineradas.[13] De las muchas obras de este filósofo estoico polifacético sólo restan fragmentos y algunos testimonios indirectos (cf. Ep. 33, 4, nota 118). Jornada habitual de Séneca. Modo de combatir la embriaguez Séneca pasa el día entre el lecho y la lectura. Practica algún ejercicio y su almuerzo es frugal (1-7). Los argumentos de Zenón contra la embriaguez no le convencen. Hay que distinguir entre el ebrio ocasional y el habituado al vino. También a éste, en ocasiones, se le confían los secretos (8-17). En vez de aducir silogismos, mejor será considerar los desórdenes que la embriaguez produce no sólo en los individuos, sino en la vida de los pueblos; en concreto engendra la crueldad (18-27). Me ruegas que te cuente cada una de mis jornadas y en todo su desarrollo. Juzgas bien de mí al pensar que en ellas nada tengo que ocultar.
Ciertamente, hemos de vivir como si nos hallásemos en público, meditar como si alguien pudiese escudriñar en lo profundo de nuestro corazón, y de hecho puede hacerlo.Pues, ¿de qué aprovecha que algo permanezca escondido a los hombres? Nada está oculto a Dios; está presente en nuestras almas, e interviene en lo íntimo de nuestros pensamientos: digo que «interviene» como si algunas veces se alejara. Así, pues, satisfaré tu petición, y gustoso te hablaré de mi actividad y del orden con que procedo. Sin más, pondré la atención en mí y, cosa que resulta muy provechosa, revisaré mi jornada. Nos vuelve muy defectuosos el hecho de que nadie toma en consideración su vida; discurrimos sobre lo que hemos de hacer, y esto raras veces, pero no consideramos lo que hemos hecho; ahora bien, la previsión del futuro pende del pasado.
La de hoy es una jornada plena, nadie me ha sustraído parte alguna de ella; la he repartido toda entre el lecho y la lectura; una parte mínima la he destinado al ejercicio corporal, y por este motivo doy gracias a la vejez: no me exige un costo elevado.Apenas me muevo, me encuentro cansado; mas la fatiga es el término del ejercicio, aun para los más vigorosos. ¿Preguntas por mis instructores de gimnasia? Me basta con el de Faro, esclavo, como bien sabes, amable, pero lo sustituiré: ahora busco uno más joven[1]. Por cierto, éste dice que los dos pasamos la misma crisis porque a ambos se nos caen los dientes. Mas apenas si lo puedo alcanzar en la carrera y dentro de muy pocos días no podré: para que veas de qué aprovecha el ejercicio cotidiano. Pronto se establece gran distancia entre dos que caminan en dirección opuesta: a un mismo tiempo él sube y yo desciendo, y no ignoras cuánto más rápidamente se produce lo segundo. He sido inexacto, ya que mi edad no desciende, antes bien se derrumba.
¿Quieres, con todo, saber cómo ha terminado nuestra competición de hoy?Lo que raramente acontece a los corredores, empatamos[2]. Después de esta competición fatigosa, más bien que ejercicio, me sumergí en agua fría: lo que para mí significa poco caliente. Yo, que era tan amante de los baños fríos[3], que en las calendas de enero saludaba el canal[4], que inauguraba el nuevo año no sólo leyendo, escribiendo, declamando alguna pieza, sino también zambulléndome en el Agua Virgen[5], primeramente trasladé mis reales junto al Tíber, luego a esta bañera que, cuando estoy más vigoroso y todo se realiza con buena ley, basta el sol para templarla: no me queda mucho ya para los baños calientes. A continuación tomo pan seco y el almuerzo sin preparativos de mesa[6]; después de éste no tengo que lavarme las manos. Duermo la siesta lo imprescindible. Conoces mis hábitos: tengo un sueño muy corto, como si fuera una pausa; me basta con haber dejado de estar despierto; en ocasiones entiendo que me he dormido, en ocasiones lo supongo.
He ahí cómo resuena el clamor de los juegos del Circo[7]; un griterío súbito y generalizado hiere mis oídos sin que perturbe mi reflexión; ni siquiera la interrumpa.El estrépito lo soporto muy sereno; muchas voces confundidas en una sola son para mí como la ola o el viento que azota la selva, o como las demás cosas que producen sonidos ininteligibles. ¿Cuál es, pues, el tema al que ahora consagro mi atención? Te lo diré: desde ayer tengo pendiente la cuestión sobre lo que se propusieron hombres sapientísimos al presentar para las verdades más transcendentes pruebas tan débiles y complicadas, que, aun siendo verdaderas, dan la impresión de falsedad. De la embriaguez se empeña en apartarnos Zenón, varón excelente, el fundador de nuestra muy vigorosa y venerable escuela. Escucha, pues, de qué forma concluye que el hombre virtuoso no podrá ser ebrio: «al ebrio nadie le confía un secreto, pero al hombre de bien sí se le confía, luego el hombre de bien no será ebrio».
Observa cómo se le puede ridiculizar oponiéndole un argumento semejante (basta con presentar uno entre muchos): «al que duerme nadie le confía un secreto, pero lo confía al hombre de bien, luego el hombre de bien no duerme».Posidonio defiende de la única manera posible la causa de nuestro Zenón, pero, ni aun así, según creo, cabe defenderlo. En efecto, afirma que «ebrio» se entiende de dos maneras: la primera cuando uno está repleto de vino y fuera de sus cabales, la segunda cuando acostumbra a embriagarse y es esclavo de este vicio; y que Zenón se refiere al que tiene la costumbre de embriagarse, no al que está ebrio; que a ese tal nadie le confiará un secreto que puede revelar a causa del vino[8]. Pero esto es falso, porque aquel primer silogismo se refiere a quien está ebrio, no a quien lo va a estar.
Admitirás, sin duda, qué hay muchísima diferencia entre el ebrio y el entregado a la bebida: el que está ebrio puede estarlo entonces por primera vez y no poseer este vicio, y el habituado al vino encontrarse a menudo sin embriaguez; por ello le doy el sentido que suele expresarse con el término «ebrio», máxime cuando lo emplea un hombre que alardea de exactitud y precisa los vocablos.Añade a esto que si Zenón lo entendió así y no quiso que nosotros lo entendiésemos, con el equívoco dio lugar al engaño, método que no debe emplearse cuando se investiga la verdad. Pero suponiendo que lo hubiera entendido así, la consecuencia es falsa: que no se confía un secreto a quien suele estar ebrio. Piensa, en efecto, a cuántos soldados, no siempre sobrios, lo mismo el general que el tribuno y el centurión les encomendaron misiones secretas. Sobre la conjura de asesinato de Gayo César, hablo de aquel que con la derrota de Pompeyo se apoderó de la República, se confió el secreto tanto a Tilio Cimbro, como a Gayo Casio.
Casio[9] fue abstemio durante toda su vida, Tilio Cimbro, empero, era desmesurado en el vino y pendenciero.De esta su condición, él mismo se chanceó: «Yo —dijo— ¿voy a soportar a alguien, cuando no puedo soportar el vino?». Cada cual recuerde ahora los nombres de quienes le consta que es un error confiarles el vino y un acierto confiarles un secreto; sin embargo expondré un caso que se me ocurre para que no caiga en el olvido. Porque a nuestra vida hay que aleccionarla con ejemplos brillantes, y no siempre hemos de recurrir a los antiguos. Lucio Pisón, prefecto de Roma, cayó en la embriaguez, desde el momento en que fue nombrado[10]. Pasaba la mayor parte de la noche en banquetes; dormía hasta casi mediodía, que era para él la mañana. Sin embargo, su cargo, que implicaba la protección de la ciudad, lo desempeñó con suma diligencia.
A éste el divino Augusto le confió misiones secretas cuando le encargó el gobierno de Tracia, provincia que sometió enteramente; como también Tiberio, cuando marchaba a la Campania dejando en Roma muchos problemas en la incertidumbre y el odio.En mi opinión, luego Tiberio, como le había ido bien con la embriaguez de Pisón, designó prefecto de la ciudad a Coso, persona seria, prudente, pero impregnado y rebosante de vino en tal medida que, en cierta ocasión, hubo que sacarlo del senado adonde había acudido después de un banquete, dominado por un sueño letárgico. A éste, sin embargo, Tiberio le dirigió de propia mano muchas misivas que consideraba no debía confiar ni siquiera a sus ministros: a Coso ningún secreto de interés privado o público se le escapó[11].
Así, pues, retiremos de en medio disertaciones como ésta: «Un alma dominada por la embriaguez no está en sus cabales: como las mismas tinajas revientan con el mosto y la fuerza del calor empuja a la superficie todo cuanto yace en el fondo, así cuando fermenta el vino, todo lo que yace oculto en el fondo sale fuera y se manifiesta en público.Los saturados de vino, de igual modo que no retienen el alimento por el exceso de vino, así tampoco el secreto; derraman por igual lo propio y lo ajeno». Mas, aunque esto suela suceder, también suele ocurrir que decidimos sobre asuntos transcendentales con personas que sabemos que beben con excesiva complacencia. Por lo tanto, es falso el argumento que se aduce como justificación: que no se confía un secreto a quien tiene el hábito de embriagarse.
Cuánto mejor resulta censurar abiertamente la embriaguez y exponer su deformidad que hasta el hombre vulgar tratará de evitar, y mucho más el hombre perfecto y sabio, a quien le basta apagar la sed, el cual, si alguna vez la alegría de la fiesta, que se ha prolongado en atención a otros demasiado tiempo, le ha empujado a beber, no obstante se detiene ante el límite de la embriaguez.Porque tendremos que examinar la cuestión de si el alma del sabio se turba con el exceso de la bebida y obra como suelen los ebrios. Entretanto, si te propones demostrar que el hombre virtuoso no debe embriagarse, ¿por qué procedes con silogismos? Muestra cuán vergonzoso es ingerir más de lo que uno es capaz y desconocer la medida del propio estómago; cuántas torpezas cometen los ebrios de las que los sobrios se ruborizan; cómo la embriaguez no es otra cosa que una locura voluntaria[12]. Prolonga varios días ese estado de embriaguez, ¿dudarás acaso de su locura? Aun ahora, no es menos intensa, sino más corta.
Recuerda el caso de Alejandro de Macedonia, quien a Clito, su más querido y leal amigo, en medio de un banquete, lo atravesó con la espada, y cuando reconoció su crimen quiso morir; sin duda debió de hacerlo[13].La embriaguez impulsa y descubre todo vicio y suprime el pudor que se opone a los malos instintos, pues la mayor parte se abstiene de lo prohibido más por la vergüenza de cometer la falta, que por buena intención. Cuando se adueña del ánimo la impetuosa fuerza del vino, todo el mal que estaba oculto sale a flote. La embriaguez no provoca los vicios, sino que los descubre: entonces el lujurioso ni siquiera aguarda llegar al dormitorio, sino que otorga, sin dilación, a sus pasiones cuanto le piden; entonces el impúdico confiesa y publica su dolencia; entonces el desvergonzado no reprime la lengua, ni la mano. Al insolente se le agrava la soberbia, al violento la crueldad, al envidioso la malignidad; todo vicio se desata y aflora.