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Mas, ¿cuál es la vida, a tu juicio, que aquí se califica de necia?, ¿la de Baba y la de Isión?[8].No es eso. Se habla de nosotros, a quienes una ciega pasión nos empuja hacia los goces que nos harán daño, que por lo menos jamás nos saciarán; a nosotros, a quienes si algo pudiera satisfacernos, nos hubiera ya satisfecho, que no pensamos cuán agradable es no pedir nada, cuán magnífico tener la plenitud y no depender de la fortuna. Así, pues, recuerda a menudo, Lucilio, cuán numerosos bienes lograste. Cuando hayas considerado cuántos son los que te preceden, piensa en el número de los que te siguen. Si quieres ser agradecido con los dioses y con tu vida, considera a cuántos has aventajado. ¿Qué tienes tú que ver con los demás? Te has adelantado a ti mismo. Señálate un límite que no puedas sobrepasar, aunque lo pretendas; que se alejen de una vez esos insidiosos bienes, más estimables cuando se esperan que cuando se han conseguido.
Si hubiera en ellos alguna consistencia, a la postre satisfarían también; ahora provocan la sed de quienes los agotan.Apartemos de nosotros todo aparato de aspecto seductor; y todo el porvenir que encierra la suerte incierta: ¿por qué he de conseguir de la fortuna que me lo dé antes que conseguir de mí no pedirlo? Mas, ¿por qué lo he de pedir? Olvidándome de la fragilidad humana, ¿iré amontonando bienes? ¿Para qué he de esforzarme? ¡Ea! Éste es mi último día; caso de no serlo, está cerca del último. [1] Partiendo de la fórmula del saludo inicial en las cartas, Séneca revela el verdadero carácter de su correspondencia: quiere ser útil a Lucilio (Ep. 6, 6), a la posteridad (Ep. 8, 1-3); quiere exhortar a la sabiduría (Ep. 23, 1). Por ello el saludo que corresponde a las cartas de Séneca es: si philosopharis bene est, no si cales bene est; más que la salud corporal, le preocupa la felicidad del alma.
[2] Así es como nuestro filósofo, perpetuo enfermo, gracias a la vida frugal y los ejercicios gimnásticos, practicados con asiduidad, mejoró notablemente su salud.[3] Porque lo ejecutaban cada año en las ceremonias sagradas los sacerdotes salios, levantando alternativamente los pies, en honor de Marte (cf. Varrón, Ling. lat. V, 85). [4] De sus excelencias nos habla también en la Ep. 55, 1-2: sacude el cuerpo y expulsa la bilis, suaviza la respiración, produciendo una saludable fatiga. [5] Los ciudadanos romanos, estirpe de Quirino, a los que en la peroración final solían los oradores enardecer con un tono sostenido de voz para recabar su favor. [6] En todo este párrafo nos hemos apartado del texto de Reynolds (cf. las discrepancias que respecto de él señalamos en la «Introducción», VI, en la edición Epístolas de Editorial Gredos, 2001). [7] Usener, Epicur., fr. 491. [8] Personajes no identificados. Baba aparece también en Séneca, Apocolocyntosis, 3, 4, y se considera nombre de un siervo tonto (cf. Thes.
Ling.Lat., Leipzig, 1977, vol. II, col. 1650 y Oxford Latin Dictionary, 1968, s. v. Baba), como parece ser el caso de Isión. La filosofía es necesaria para la felicidad. Hay que seguir los dictados de la naturaleza Debemos fortalecer la convicción de que la sabiduría nos dará la felicidad. Séneca tiene sus esperanzas puestas en Lucilio, pero éste ha de examinar si progresa o no en la filosofía (1-2). Ésta se apoya en las obras, no en las palabras: modela el alma y ordena la vida (3). Siempre es válida, tanto si interviene el destino o la voluntad divina, como el azar: enseña a obedecer a Dios y a encajar la fortuna, pero importa convertir en hábito el impulso del espíritu (4-6). La máxima de Epicuro exhorta a vivir conforme a la naturaleza y a rechazar los deseos inmoderados de la falsa opinión (7-9).
Me consta, Lucilio, que es para ti evidente que nadie puede llevar una vida feliz, ni siquiera soportable, sin la aplicación a la sabiduría, y que la vida feliz se consigue con la sabiduría perfecta, como a su vez la vida soportable con la sabiduría incoada.Pero esta verdad evidente debes robustecerla y enraizarla más profundamente con la meditación cotidiana. Cuesta más mantener los propósitos honestos que proponerse una vida honesta. Hemos de perseverar e incrementar la firmeza con el estudio constante hasta que se convierta en rectitud del alma lo que es buena voluntad[1]. Así, pues, no te son necesarias muchas palabras o razonamientos tan largos para convencerme; entiendo lo mucho que has progresado. Lo que escribes sé de dónde procede; no es ficticio, ni simulado. Te manifestaré, con todo, mi sentir: tengo ya la esperanza puesta en ti, todavía no la plena confianza. Quiero que también tú hagas lo propio; no hay motivo para que te confíes a ti presto y fácilmente.
Escudriña tu interior, examínate de diversas maneras y ponte en guardia; considera ante todo si has progresado en la filosofía, o en tu misma forma de vivir.La filosofía no es una actividad agradable al público, ni se presta a la ostentación. No se funda en las palabras, sino en las obras. Ni se emplea para que transcurra el día con algún entretenimiento, para eliminar del ocio el fastidio: configura y modela el espíritu, ordena la vida, rige las acciones, muestra lo que se debe hacer y lo que se debe omitir, se sienta en el timón y a través de los peligros dirige el rumbo de los que vacilan. Sin ella nadie puede vivir sin temor, nadie con seguridad; innumerables sucesos acaecen cada hora que exigen un consejo y éste hay que recabarlo de ella[2]. Alguien objetará: «¿De qué me sirve la filosofía, si existe el hado?, ¿de qué me sirve, si Dios es quien gobierna? [3], ¿de qué me sirve, si impera el azar?
Porque lo que está decidido no puede cambiarse y nada puede precaverse frente a lo incierto, sino que, o bien Dios se ha anticipado a mi decisión y ha determinado lo que debía yo hacer, o bien la fortuna nada deja a mi decisión».Sea lo que fuere de estas suposiciones, Lucilio, aun cuando todas sean verdaderas, hay que aplicarse a la filosofía; ora los hados nos encadenen con ley inexorable, ora Dios, árbitro del universo, haya ordenado todas las cosas, ora el azar empuje y revuelva en el desorden los acontecimientos humanos, la filosofía debe velar por nosotros. Ella nos exhortará a que obedezcamos de buen grado a Dios y con entereza a la fortuna; ella te enseñará a secundar a Dios, a soportar el azar. Pero no vamos a pasar ahora a discutir qué es lo que depende de nosotros, si la providencia nos gobierna, si la sucesión de los hados nos lleva encadenados, o si el azar repentino e imprevisto nos domina; vuelvo ahora a mi propósito para aconsejarte y animarte a no permitir que el impulso de tu alma se debilite y enfríe.
Consérvalo y afiánzalo para que se convierta en hábito lo que es impulso del alma.Ya desde el comienzo, si te conozco bien, tratarás de descubrir el pequeño obsequio que esta carta trae para ti; examínala y lo encontrarás. No tienes por qué admirar mi generosidad; me muestro hasta ahora liberal con el patrimonio ajeno. Mas, ¿por qué lo califiqué de ajeno? Todo cuanto está bien dicho por alguien, me pertenece. Tal es también esta frase de Epicuro: «si vives conforme a la naturaleza, nunca serás pobre; si, conforme a la opinión, nunca serás rico»[4]. La naturaleza ambiciona poco, la opinión no tiene medida.
Acumúlese en ti cuanto muchos ricos hayan poseído, elévete la fortuna a una riqueza que supere la medida concedida a un particular, cúbrate de oro, revístate de púrpura, condúzcate a tal suerte de delicias y opulencia que cubras la tierra con el mármol, séate concedido no sólo poseer, sino hollar las riquezas; añádanse estatuas y pinturas y cuanto las diversas artes produjeron al servicio del lujo; no aprenderás sino a codiciar bienes mayores que éstos.Los deseos de la naturaleza son limitados[5]; los que nacen de la falsa opinión no saben dónde terminar, pues no hay término para lo engañoso. El que va por buen camino encuentra un final; el extravío no tiene fin. Aléjate, por tanto, de la vanidad, y cuando quieras saber si lo que pides responde a un deseo natural o a una ciega codicia, examina si puede detenerse en algún punto: si habiendo avanzado un gran trecho, siempre le queda otro más largo, ten por seguro que tal deseo no es natural.
[1] Se trata de convencer plenamente a Lucilio de que sin el estudio de la sabiduría no llegará a la felicidad y de que toda virtud no es un simple conocimiento, sino una actitud del alma (cf.Grimal, Sénèque ou la conscience..., pág. 24). [2] Cf. la nota 303 (Epístolas, Gredos, 2001) sobre el alto concepto que tiene Séneca de la filosofía. [3] Con posterioridad a esta epístola, Séneca escribirá su tratado De providentia (fines del 62 o principios del 63), cuando ya Lucilio, que no acierta a comprender la existencia del mal en el mundo, estará informado de las ideas estoicas al respecto. [4] Usener, Epicur., fr. 201. Entiéndase por opinión «los criterios o prejuicios del vulgo». [5] Grimal habla a este respecto de los principia o prima naturae, exigencias primeras de la naturaleza, afirmando que «será digno de consideración aquello que, en cada ser, contribuye a permitirle su supervivencia e, inversamente, será rechazado cuanto le pone en peligro» (Sénèque ou la consciente..., pág.
371).. La austeridad del sabio Con ocasión de las Saturnales, en Roma se desbordan las pasiones.El sabio en medio de la agitación deberá conservar su cordura, sin aislarse, ni singularizarse (1-4). Séneca aconseja a Lucilio practicar, de vez en cuando, días de austeridad para disponerse ante la prueba. Se trata de una frugalidad real que le hará familiar la pobreza (5-8). También Epicuro, con vistas a alcanzar el placer, pasaba días en abstinencia. Así el sabio se acostumbra a lo estrictamente necesario, sin desdeñar la opulencia, pero siendo dueño de ella (9-13). Máxima de Epicuro sobre la ira, que en ciertas almas puede acabar en locura (14-15). Diciembre es el mes; más que nunca el sudor invade la ciudad. El derecho al libertinaje ha sido otorgado oficialmente[1]. Con los inmensos preparativos todo se anima, como si mediara alguna diferencia entre las Saturnales y los días de trabajo; pero hasta tal punto no existe diferencia, que me parece no haberse equivocado quien dijo que diciembre antes fue un mes, ahora es el año entero[2].
Si te tuviera aquí, con gusto dialogaría contigo sobre lo que piensas de la conducta a observar: si no hay que cambiar en nada los hábitos cotidianos o si, para no dar la impresión de apartarnos de las costumbres públicas, conviene cenar con alegría y despojarnos de la toga[3].Pues lo que no solía hacerse sino en los alborotos y momentos aciagos para la ciudad[4], lo hacemos por razón de placer y de fiesta: nos cambiamos el vestido. Si te conozco bien, desempeñando tu cometido de árbitro, ni hubieras querido que fuésemos en todo semejante a la turba cubierta con el píleo[5], ni en todo diferentes, a no ser que precisamente en esos días haya que ordenar a nuestra alma que sea la única en abstenerse de los placeres cuando toda la gente se precipita en ellos, ya que aporta la prueba más contundente de su firmeza, si no va ni se deja llevar por las diversiones muelles que arrastran a la lujuria.
Es esta señal de mayor fortaleza: mantenerse seco y sobrio cuando el pueblo está ebrio y vomitando; aquella otra lo es de mayor templanza: no aislarse, ni singularizarse, y sin mezclarse con todos, realizar las mismas cosas, pero no del mismo modo, puesto que es posible pasar el día de fiesta sin desenfreno.Con todo, me agrada tanto poner a prueba la firmeza de tu alma que, de acuerdo con el precepto de hombres preclaros, te prescribiré tomes de vez en cuando algunos días en los que contentándote con muy escasa y vulgar alimentación, con un vestido áspero y rugoso, digas para tus adentros: «¿Es esto lo que temíamos?»[6]. En medio de la seguridad apréstese el alma para las dificultades, afiáncese contra los reveses de la fortuna en medio de sus favores. El soldado en plena paz se ejercita, sin enemigo enfrente levanta la empalizada y se fatiga en trabajos superfluos para poder bastarse en los necesarios. A quien no quisieres ver temblando en plena acción, ejercítalo antes de la acción.
Este objetivo persiguieron quienes, ejercitándose todos los meses en la pobreza, llegaron casi a la miseria, para no amedrentarse jamás de lo que a menudo habían aprendido.No tienes por qué pensar ahora que me refiero a las cenas timóneas[7], a las celdillas de los pobres, o a cualquier otro invento con el que se divierte el lujo por hastío de sus riquezas: que aquel camastro sea auténtico, como el sayal, y el pan duro y negruzco. Soporta estas privaciones tres o cuatro días, alguna vez, más días, de suerte que no constituyan un juego, sino una experiencia. Entonces, créeme Lucilio, te regocijarás al quedar saciado al precio de dos ases y comprenderás que para tener seguridad no es necesaria la fortuna, ya que lo suficiente para las necesidades te lo dará aun estando enojada. No hay motivo, sin embargo, para que creas que realizas proezas; no harás sino lo que están haciendo muchos miles de esclavos, muchos miles de pobres.
Gloríate por este motivo: por hacerlo sin disgusto, porque te será tan fácil soportar siempre aquella penuria como experimentarla algunas veces.Hagamos esgrima contra el maniquí y, para que la fortuna no nos coja desprevenidos, familiaricémonos con la pobreza. Seremos ricos con más tranquilidad, si sabemos que no es tan grave ser pobres. Epicuro, el gran maestro del placer, escogía determinados días, en los cuales escasamente saciaba su hambre, para comprobar si le faltaba algo del placer pleno y consumado, si era grande la deficiencia, o si valía la pena compensarla con gran esfuerzo[8]. Así, por lo menos, lo afirma en las epístolas que dirigió a Polieno en el arcontado de Carino. Y por cierto, se gloría de alimentarse con menos de un as; Metrodoro, en cambio, que aún no había progresado tanto, con un as entero. ¿Piensas que con esta clase de comida se llega a la hartura?
Hasta se halla placer; pero no aquel placer leve y fugaz y que en seguida debe repetirse, sino el firme y seguro; pues no es cosa deleitable el agua y la polenta o un mendrugo de pan de cebada, mas hay un supremo placer en poder captar placer aun de esas cosas, y reducirse a aquel estado que ningún revés de la fortuna pueda arrebatar.Son más abundantes los alimentos del encarcelado; no mantiene tan frugalmente a los reos, destinados a la pena capital, quien los ha de ejecutar. ¡Cuánta es la grandeza del alma que se aviene voluntariamente a una situación tal, que no han de temer ni siquiera los condenados al último suplicio! Esto supone anticiparse a los dardos de la fortuna. Empieza, pues, querido Lucilio, a seguir la costumbre de éstos y consagra algunos días a retirarte de tus ocupaciones y familiarizarte con el mínimo indispensable; comienza a tener trato con la pobreza: Anímate, oh huésped, a menospreciar las riquezas y modélate, asimismo, digno de un dios[9].
Ningún otro es digno de un dios sino quien desdeñó las riquezas; su posesión no te la prohíbo, mas quiero que las poseas sin temor; y esto lo conseguirás únicamente si te persuades de que aun sin ellas puedes vivir feliz, si las contemplas siempre como perecederas.Pero comencemos ya a cerrar la carta. «Antes», dices, «paga lo que debes». Te remitiré a Epicuro, él será quien te pagará la cuenta: «La ira excesiva engendra la locura»[10]. Cuán cierta sea esta afirmación es preciso que lo sepas, puesto que has tenido esclavos y enemigos. Esta pasión estalla contra toda clase de personas; brota tanto del amor como del odio, en medio de ocupaciones serias no menos que entre la diversión y el juego; no importa la magnitud de la causa que la provoca, sino la condición del alma a la que afecta.
Igualmente, en cuanto al fuego no importa su potencia sino el lugar en que prende, pues aun el más intenso no afecta a las construcciones sólidas; por el contrario, los materiales secos y de fácil combustión alimentan incluso una chispa hasta provocar el incendio.Así es, querido Lucilio: el final de una ira extremada es la locura; por ello, la ira debe evitarse no tanto por razón de comedimiento, como de salud mental. [1] En rigor las Saturnales se celebraban del 17 al 23 de diciembre; de hecho abarcaban todo el mes. En el primer día de fiesta se ofrecía un sacrificio a Saturno, en los restantes la gente se entregaba a los banquetes en medio de una alegría desenfrenada, permitida también a los esclavos. [2] Claudio celebró el mes durante todo el año: Séneca, Apocolocyn. 8, 2. [3] Porque la gente se ponía un vestido de tela más fino y elegante que la toga: era la synthesis, traje de banquete. [4] En tiempo de guerra el sagum, especie de capa o manto militar, sustituía a la toga.
[5] Gorro de fieltro, símbolo de libertad, que en tales fiestas, y en otras ocasiones, llevaban los ciudadanos y libertos.[6] Tales conductas de austeridad también las recomendará Epicuro (cf. Ep. 20, 9-11). [7] De Timón, llamado «el Misántropo», que vivió en Atenas en tiempos de la guerra del Peloponeso. De él se cuenta que repartió su inmensa fortuna entre los demás, y al verse luego abandonado de sus semejantes, rompió toda relación con la humanidad. Luciano enaltece su figura en el diálogo que lleva su nombre; cf. Cicerón, Tusc. IV, 25 y 27. [8] Usener, Epicur., fr. 181-182. En esos días se alimentaba de pan y agua, y de un poco de leche cuajada. [9] Virg., En. VIII, 364 s. Palabras que dirige Evandro a Eneas invitándole a no desdeñar la pobreza de su mansión real, en la que fue acogido Hércules. [10] Usener, Epicur., fr. 484.
No temer ni al dolor, ni a la muerte A Lucilio, inquieto por el resultado de un proceso, Séneca le ofrece el remedio: no temer los males (1-2).Hay ejemplos abundantes de varones fuertes en la prueba, entre los que destaca Catón, y de otros menos valerosos que igualaron a los fuertes, tanto en el pasado como en el presente (3-11). Lo único que se debe temer es al temor mismo ante la muerte y el dolor. Lucilio debe acomodar la conducta a sus palabras y sin temor soportar los diversos males de la vida (12-18). El propio Lucilio en un verso ha dicho que cada día morimos un poco (19-21). La sentencia de Epicuro reprende tanto a los que desean como a los que temen la muerte (22-24). El tedio de la vida excita en algunos el deseo de morir (25-26). Estás preocupado, me escribes, por el resultado de un proceso que te promueve un enemigo furioso[1]. Crees que te voy a exhortar a que te prometas el resultado más favorable y te recrees con esta lisonjera esperanza.
En verdad, ¿qué necesidad hay de buscarse los males, anticipando las desgracias que muy pronto habrá que sufrir cuando lleguen, y desaprovechar el presente por miedo al futuro?Es sin duda una necedad convertirte ya en un desgraciado, porque algún día tengas que serlo; mas yo te conduciré a la tranquilidad por otro camino. Si quieres liberarte de toda preocupación, imagínate, sea cual fuere el acontecimiento que temes, que se ha de realizar indefectiblemente; y este mal, no importa el que sea, tú mismo sopésalo mentalmente y evalúa tu temor; comprenderás, sin duda, que o no es grave, o no es duradero lo que te asusta. Ni tendrás necesidad de mucho tiempo para reunir los ejemplos que te reconforten: toda época los ha producido. En cualquier período de la historia interna o externa, cuyo recuerdo evocares, encontrarás personalidades de gran prominencia o de gran energía. ¿Acaso puede acaecerte algo más grave, si pierdes el proceso, que ser enviado al destierro o metido en la cárcel?, ¿acaso puede uno temer desgracia mayor que el suplicio del fuego o la ejecución?
Analiza cada uno de estos infortunios y recuerda a quienes los desdeñaron; no tendrás necesidad de ir buscándolos, sino de seleccionarlos.Su propia condena Rutilio la acogió como si tan sólo le apenase la injusticia del proceso[2]. El destierro Metelo lo soportó con entereza[3], Rutilio hasta con placer. El uno hizo a la República la merced de su regreso, el otro denegó el suyo propio a Sila, a quien entonces nada se le denegaba. En la cárcel Sócrates disertó y no quiso salir de ella aun teniendo quienes le garantizaban la fuga[4]; permaneció a fin de quitar a los hombres el temor a dos males gravísimos: la muerte y la cárcel. Mucio puso su mano en el fuego[5]. ¡Cosa amarga es quemarse!, ¡cuánto más amargo que uno lo sufra siendo él su propio verdugo!
Tienes ante la vista a un hombre sin instrucción, desprovisto de todo adoctrinamiento ante la muerte o el dolor, revestido tan sólo de la fortaleza de un soldado, que reclama para sí el castigo por fracasar en su intento: a pie firme contempló su diestra derritiéndose en el hornillo enemigo, sin retirar la mano que chorreaba entre los desnudos huesos hasta que el fuego fue apartado de ella por el adversario.Pudo realizar en aquella campaña una gesta más afortunada, ninguna más valerosa. Advierte cuánto más decidida es la virtud para arrostrar las pruebas que la crueldad para imponerlas: más fácilmente Porsena perdonó a Mudo el haber intentado asesinarle, que a sí mismo Mucio el no haberle asesinado. «Son éstas», alegas, «historietas repetidas a coro en todas las escuelas; en el momento en que pasemos a tratar del desprecio de la muerte me contarás la suerte de Catón»[6]. ¿Por qué no he de presentártelo leyendo en aquella noche postrera el libro de Platón[7], con la espada junto a la cabecera?
Estos dos instrumentos se había procurado en el trance supremo: uno, para animarse a morir, el otro, para poder realizar su propósito.Así, pues, arreglados los asuntos de la forma que era posible arreglarlos dado su extremo deterioro, pensó que debía actuar de manera que a nadie cupiese la posibilidad de matar a Catón o la suerte de salvarlo. Y así, desenvainada la espada que hasta aquel día había conservado limpia de sangre, dijo: «Nada ha conseguido, fortuna, obstaculizando todos mis propósitos. No luché hasta ahora por mi libertad, sino por la libertad de la patria; ni actuaba con tanta tenacidad para vivir libre, sino para vivir en compañía de ciudadanos libres; puesto que la situación del humano linaje es tan lamentable, este es el momento de conducir a Catón a lugar seguro».
A continuación infirió a su cuerpo una herida mortal, que los médicos vendaron; mas, teniendo menos sangre, menos fuerzas, pero el mismo valor, irritado ya no sólo contra César, sino contra sí mismo, rasgó con sus inermes manos la herida, y expulsó —que no exhaló— aquel su noble espíritu, desdeñoso de toda prepotencia[8].No acumulo ahora los ejemplos con el fin de ejercitar el ingenio, sino para exhortarte ante esa prueba que pasa por ser terrible sobremanera. Haré más fácil mi exhortación, si te muestro que no fueron sólo varones fuertes quienes menospreciaron el trance supremo de exhalar el alma, sino que ciertos hombres, cobardes para otros menesteres, en este asunto igualaron el valor de los mejores, como lo hizo Escipión[9], el suegro de Gneo Pompeyo. Arrastrado por viento contrario hasta África, y viendo que su navío era apresado por los enemigos, se atravesó con la espada; y a los que preguntaban dónde se hallaba el general, respondió: «El general se encuentra bien».
Semejante frase le puso al nivel de sus antepasados e impidió que quedase interrumpida la gloria destinada en África a los Escipiones[10].Fue un gran merecimiento vencer a Cartago, pero mayor fue aún vencer a la muerte. «El general», dijo, «se encuentra bien». ¿Acaso un general, que lo era de Catón, debía morir de otra suerte? No te remito a las historias escritas ni enumero a los que en cada siglo despreciaron la muerte, que son muchísimos. Dirige la mirada a este nuestro tiempo cuya postración y molicie lamentamos: te procurará hombres de toda categoría, de toda fortuna, de toda edad que atajaron sus males con la muerte. Créeme, Lucilio, tan poco hemos de temer la muerte que, gracias a ella, nada debemos temer. Por ello, escucha sin preocupación las amenazas de tu adversario, y aunque tu conciencia te infunda confianza, con todo, puesto que tienen valor muchas pruebas marginales al proceso, espera la sentencia más justa, pero disponte también por si resulta ser muy injusta.
Mas ante todo acuérdate de suprimir la confusión en las cosas y calar en la esencia de toda cuestión: descubrirás que en ellas nada hay terrible excepto el temor que inspiran.Lo que ves que acontece a los niños, eso mismo nos acontece a nosotros, niños mayorcitos: ellos, a las personas que aman, a las que se han habituado, con las que juegan, si las ven enmascaradas, se asustan. No sólo a hombres, sino a los objetos hay que quitar la máscara y devolverles su propio rostro. ¿Por qué me exhibes las espadas y el fuego y la caterva de verdugos bramando a tu derredor? Quítate ese atuendo bajo el cual te escondes y amedrentas a los necios. Eres la muerte, que poco ha mi siervo, mi esclava han menospreciado. ¿Por qué nuevamente son los azotes y el potro los que con gran aparato expones ante mí?, ¿por qué las distintas herramientas que se aplican a cada una de las articulaciones para dislocarlas y otros mil instrumentos para despedazar a los hombres, miembro por miembro?
Aparta esos pertrechos que nos aturden, manda acallar los gemidos, las lamentaciones y los gritos amargos, proferidos en medio del magullamiento.Por supuesto eres el dolor que aquel gotoso menosprecia, que aquel dispéptico soporta hasta con placer, que la joven sufre en el parto. Eres suave si puedo soportarte; pasajero, caso de no poder. Medita estas enseñanzas que a menudo has oído, que a menudo has expuesto; pero tu sinceridad, al oírlas o al exponerlas, compruébala con las obras. Porque resulta muy vergonzoso el reproche que a menudo se nos hace: que cuidamos las palabras, no las obras propias del filósofo. ¿Qué, pues?, ¿te enteraste ahora por vez primera que se cierne sobre ti la amenaza de la muerte, del destierro, del dolor? Has nacido para estos trances. Cuanto puede suceder pensemos que ha de suceder. La conducta que te aconsejo, me consta con certeza que la has practicado. Ahora te exhorto a no sumir tu alma en tal preocupación, ya que se embotará y tendrá menos vigor cuando haya de levantarse.
Empújala de tu causa particular hacia una causa de carácter general: signifícale que posees un corpezuelo mortal y frágil, al que no sólo la injusticia y la violencia de los tiranos amenazará con el dolor; hasta los placeres se convierten en dolor, los festines ocasionan indigestión, la embriaguez, el embotamiento y temblor de nervios, los placeres libidinosos, trastornos en los pies, en las manos y en todas las articulaciones.Me haré pobre: estaré entre la mayoría. Iré al destierro: pensaré haber nacido en el lugar al que se me envíe. Seré encadenado: ¿y qué?, ¿acaso estoy ahora libre? La naturaleza me sujetó a esta carga pesada que es mi cuerpo. Moriré: es decir, abandonaré el riesgo de la enfermedad, el riesgo de la prisión, el riesgo de la muerte. No soy tan necio como para repetir en este lugar la cantinela de Epicuro y afirmar que el temor a los infiernos es vano[11], que la rueda de Ixión no da vueltas, que la roca a espaldas de Sísifo no es empujada cuesta arriba y que las entrañas de un condenado no pueden ser devoradas y regenerarse cada día.
Nadie es tan ingenuo que tema al Cancerbero[12], a las tinieblas y al espectro de las sombras formado de huesos descarnados.La muerte o nos destruye o nos libera: liberados nos queda el componente más noble, una vez desembarazados de la carga; destruidos nada nos queda, al sernos arrebatados por igual los bienes y los males. Permíteme que recuerde en este momento un verso tuyo, no sin antes inducirte a reconocer que no lo escribiste únicamente para los demás, sino también para ti. Es una postura deshonesta decir una cosa y sentir otra; ¡cuánto más deshonesta la de escribir una cosa y sentir otra! Me acuerdo que en cierta ocasión abordaste el conocido tópico: que no caemos repentinamente en la muerte, sino que avanzamos hacia ella poco a poco. Morimos cada día; cada día, en efecto, se nos arrebata una parte de la vida y aun en su mismo período de crecimiento decrece la vida. Perdimos la infancia, luego la puericia, después la adolescencia.
Todo el tiempo que ha transcurrido hasta ayer, se nos fue; este mismo día, en que vivimos, lo repartimos con la muerte.Como a la clepsidra no la vacía la última gota de agua, sino todas las que antes se han escurrido, así la última hora, en la que dejamos de existir, no causa ella sola la muerte, sino que ella sola la consuma[13]. Entonces llegamos al final, pero ya hacía tiempo nos íbamos acercando. Después de haber expuesto estos conceptos con tu estilo habitual, por supuesto siempre notable, pero nunca más brillante que cuando pones tu expresión al servicio de la verdad, dices: «La muerte no viene de una vez, sino que es la última la que se nos lleva»[14]. Prefiero que leas tus frases antes que mi epístola: te quedará claro que esta muerte que nos asusta es la definitiva, no la única. Veo a donde diriges la mirada. Buscas qué obsequio he introducido en esta carta: qué sentencia noble de algún famoso, qué útil precepto. En relación con el tema expuesto te transmitiré algún pensamiento.
Epicuro reprende no menos a quienes desean la muerte que a quienes la temen, diciendo: «Es ridículo que te apresures a la muerte por hastío de la vida, siendo así que ha sido tu clase de vida la que ha determinado tu carrera hacia la muerte»[15].Asimismo dice en otro pasaje: «¿Qué hay tan ridículo como suspirar por la muerte, cuando te has hecho angustiosa la vida por miedo a la muerte»? [16] Puedes añadir a estas frases aquella otra del mismo género: es tan grande la imprudencia de los hombres, o mejor, su locura, que algunos se ven arrastrados a la muerte por el temor a morir[17]. Cualquiera de estos pensamientos que hubieres meditado robustecerá tu espíritu para soportar tanto la muerte como la vida, ya que se nos ha de exhortar y fortalecer para este doble objetivo: el de no amar demasiado la vida, ni odiarla en demasía. Incluso cuando la razón aconseja poner fin a la vida, la resolución hay que tomarla sin temeridad ni precipitación.
El varón fuerte y sabio no debe huir de la vida, sino: salir de ella; y ante todo evítese aquella pasión que se adueña de muchos: el deseo de morir.Existe, en efecto, querido Lucilio, como para otras cosas, también para morir, una tendencia irreflexiva que, a menudo, se apodera de hombres nobles y de carácter impetuoso, a menudo de los cobardes y desanimados: aquéllos desprecian la vida, éstos la encuentran pesada. A algunos les invade el hastío de realizar y contemplar las mismas cosas, no el odio, sino el tedio de vivir, al cual nos abandonamos a impulsos de la propia filosofía al tiempo que decimos: «¿Hasta cuándo las mismas cosas? [18] Es decir: me despertaré, dormiré; comeré, tendré hambre; sentiré frío y calor. Ninguna cosa tiene final, sino que todas enlazadas en círculo se alejan y vuelven; al día lo oculta la noche, a la noche el día, el verano termina con el otoño, al otoño lo persigue el invierno, al cual detiene la primavera; todo pasa para luego volver.
No hago nada nuevo, ni contemplo nada nuevo; ello, al fin, me produce náuseas».Son muchos los que no consideran la vida penosa, sino superflua. [1] Al parecer, se trataba de un proceso por causas políticas, según cabe deducir del contexto inmediato: los ejemplos, que en ese sentido se aducen, son de grandes figuras de la historia de Roma. [2] P. Rutilio Rufo, adicto al estoicismo, varón de suma integridad. Cónsul en 105 y procónsul de Asia en el 94. Se le desterró acusado, falsamente, de concusión en perjuicio de las provincias de Asia. En señal de protesta por la injusticia, abandonó Roma, a donde jamás quiso regresar, ni siquiera a ruegos del propio Sila. Murió en Esmirna (cf. Cicerón, Brutus, 115; Valerio Máximo, Hechos y dichos memorab. II 10, 5). [3] Q. Cecilio Metelo, apellidado «Numídico» por haber derrotado a Yugurta, rey de Numidia. Adversario acérrimo de Mario, fue derrotado el año 100 y liberado al año siguiente. [4] Actitud expuesta en el Critón platónico.
[5] Relato contado por Tito Livio (II 12-13).[6] Séneca, que tantas veces se refiere a él en las Epístolas (cf. nota 21), en el relato que nos brinda de su muerte da la impresión de trabajar sobre fórmulas de cliché, por cuanto debió formar parte de los temas de la escuela, dada su eficacia aleccionadora (cf. Grimal, Sénèque ou la conscience..., pág. 409). [7] Se trata del Fedón, que, por tratar el tema de la inmortalidad del alma, era particularmente apropiado para aquel trance. [8] Véanse varios lugares paralelos de las Epístolas: 67, 7 y 13; 70, 19; 95, 72. [9] Q. Cecilio Metelo Pío Escipión, jefe del ejército pompeyano, que, derrotado en Tapso, para no caer en manos de César se quitó la vida (cf. [Hircio], De bello Africo 96). [10] En particular los dos Africanos: el que derrotó a Aníbal en Zama y el que destruyó Cartago. [11] Usener, Epicur., fr. 341.
Así, Lucrecio (III, 978-979) afirma que «sufrimos en esta vida [a causa de nuestros vicios] todas las penas que la fábula nos asegura que se hallan en el Aqueronte profundo».[12] Es el perro, guardián de los infiernos, al que se le imagina con muchas cabezas. [13] Precisamente sobre los relojes públicos solía grabarse la inscripción referida a las horas: uulnerant omnes, ultima necat «hieren todas, mata la última». [14] Baehrens, Lucil. lun., fr. 3, pág. 363. [15] Usener, Epicur., fr. 496. [16] Usener, Epicur., fr. 498. [17] Usener, Epicur., fr. 497. [18] Expresión que aparece en Séneca, De tranq. an. 2, 7: «La vida y hasta el mundo comenzó a producirles hastío y les vino a la boca la frase que surge en medio de los deleites corruptores: ¿hasta cuándo las mismas cosas?».
Inquietud y tedio característicos de los hombres del siglo i a. C. y del i d. C. El esfuerzo por la virtud, bien supremo, es una labor personal Séneca reconoce las dolencias de su espíritu (1-2).El verdadero gozo sólo se encuentra en la virtud, que debemos conseguir en tarea personal (3-4). La ayuda es posible en otros campos, cual se la procuró el rico liberto Calvisio Sabino; pero la rectitud del alma no se compra (5-8). Máxima de Epicuro sobre la pobreza (9). Dícesme: «¿Tú me das consejos?, ¿de verdad ya te los has dado a ti mismo, ya te has corregido?, ¿por eso te ocupas en mejorar a los demás?». No soy tan cínico como para realizar curaciones estando enfermo, mas como si me hallase en la misma enfermería converso contigo sobre la dolencia común a ambos y te expongo los remedios. Escúchame, pues, como si conversara conmigo mismo: te doy entrada a mis secretos y en tu presencia delibero conmigo mismo.
A voces me digo a mí mismo: «Cuenta tus años; te avergonzarás de querer lo mismo que habías querido de niño, de procurarte el mismo contento.Asegúrate, próximo al día de la muerte, este logro: que tus vicios mueran antes que tú. Abandona esos turbios placeres que habrás de expiar a gran precio; no sólo los que están por llegar, sino los que ya pasaron nos perjudican. De la misma manera que la angustia por los crímenes, aun cuando no se hayan descubierto cuando se cometían, no desaparece con ellos mismos, así el remordimiento a causa de los perversos placeres subsiste aún después de ellos[1]. No son sólidos, no son firmes; aunque no dañen, se nos escapan. Trata mejor de conseguir algún bien que permanezca; mas no existe ninguno fuera del que el alma descubre en sí misma. Sólo la virtud proporciona el gozo perenne, seguro; aunque se presente algún obstáculo, éste se interpone a la manera de las nubes que se mueven en las capas bajas y no impiden la claridad». ¿Cuándo conseguirás alcanzar este gozo?
Cierto que hasta ahora no estamos ociosos, pero hay que darse prisa.Queda por realizar gran parte de la obra a la que es preciso consagres tus propias vigilias, tu propio trabajo, si quieres llegar a término. La tarea no admite sustituto. Otra clase de obras admite la colaboración. Calvisio Sabino[2], en nuestra época, fue un hombre rico; poseía tanto el patrimonio de un liberto como su carácter: jamás he visto opulencia más indecorosa. Era tan mala su memoria que se le olvidaba ora el nombre de Ulises, ora el de Aquiles, ora el de Príamo, héroes que conocía con la misma perfección con que nosotros reconocemos a nuestros pedagogos. Ningún nomenclator[3] decrépito, que en lugar de repetir los nombres se los inventa, designaba con tantos errores las tribus como aquel lo hacía con los troyanos y aqueos; no obstante quería pasar por erudito.
Así, pues, discurrió este procedimiento expeditivo: con gran desembolso compró esclavos; uno que supiese de memoria a Homero, otro a Hesíodo, además asignó otro a cada uno de los nueve líricos[4].Que los hubiera comprado con gran dispendio no debe extrañarte: no los había encontrado preparados, los ajustó para que los preparasen. Una vez adiestrada esta servidumbre, comenzó a incordiar a sus invitados. Tenía a sus pies a estos esclavos, a los que pedía sin cesar le sugiriesen versos para repetirlos, pero a menudo se perdía en medio de una frase. Satelio Cuadrato, parásito de los ricos insensatos, en consecuencia, bufón y, cualidad inherente a estas dos, su mofador, le aconsejó que se hiciera con gramáticos para recoger frases[5]. Como le hubiese indicado Sabino que cada uno de los siervos le costaba cien mil sestercios, él le replicó: «A menor precio hubieras comprado otros tantos archivos». Con todo, aquel hombre persistía en creer que él sabía tanto como otro cualquiera en su casa.
El propio Satelio se puso a exhortarle a la práctica de la lucha a él, hombre enfermizo, pálido, endeble.Mas como Sabino le hubiera preguntado: «¿cómo puedo conseguirlo? ¿Apenas si me sostengo», le respondió: «No hables así, te lo suplico: ¿es que no ves cuántos son los esclavos robustísimos que posees?». La sabiduría ni se presta, ni se compra, y pienso que si estuviera en venta no tendría comprador; por el contrario, la insensatez se compra diariamente. Pero cóbrate ya mi deuda y que te vaya bien. «Constituye una riqueza la pobreza que se ajusta a la ley de la naturaleza»[6]. Lo dice a menudo Epicuro de una y otra forma; mas nunca se dice demasiado lo que nunca se aprende bien. A unos no precisa sino mostrarles los remedios, a otros es necesario imponérselos. [1] El culpable no sufre tan sólo, como pretende Epicuro, por el temor a ser descubierto; su falta arrastra en sí misma una paenitentia, un sentimiento de culpabilidad insuperable (cf. Ep. 97, 13 y 15).
[2] Liberto al que se recuerda por la alusión que Séneca hace de él en este pasaje.Se trata, pues, de un nuevo rico, tan ignorante como vanidoso, del tipo ridiculizado por Petrónio, en su Satiricón (cf. 48, 50, 52), en la figura de Trimalción. [3] Cf. la nota 120 (Epístolas, Gredos, 2001). [4] Son Alcmán, Alceo, Estesícoro, Anacreonte, Safo, Simónides, Íbico, Baquílides y Píndaro, que vivieron entre los siglos vii y v a. C. [5] Los esclavos «analectae» barrían en los banquetes las migajas caldas al suelo. La sugerencia sarcástica de Cuadrato indicaba que las migajas de la mesa, a recoger por los gramáticos, eran las frases incompletas que pronunciaba Sabino. [6] Es la frase de la Ep. 4, 10, aunque con variantes. Cf. Usener, Epicur., fr. 477. No son los viajes, es la disposición interior la que nos procura la salud No hay que cambiar el lugar, sino el estado del alma; la pesadumbre interior resulta más penosa con los viajes (1-3).
Libres de angustia en el alma, en cualquier sitio podemos vivir honestamente (4-5).Evitemos, con todo, los lugares peligrosos y sacudamos toda esclavitud (6-8). En frase de Epicuro, el principio de la salud está en reconocerse culpable (9-10). ¿Piensas que sólo a ti te ha sucedido, y te sorprende, como un hecho insólito, que con tan largo viaje, a través de países tan diversos, no disipaste la tristeza y la ansiedad del espíritu? Debes cambiar de alma, no de clima. Por más que surques el anchuroso mar, por más que, en frase de nuestro Virgilio, «tierras y ciudades se alejen de tu vista»[1], te seguirán, a dondequiera que llegues, los vicios. A uno que se quejaba por este mismo motivo Sócrates le arguyó: «¿Por qué te maravillas de que tus viajes al extranjero de nada te aprovechen, cuando es a ti mismo a quien llevas de un lugar para otro? Te agobia la misma causa que te impulsó a salir»[2]. ¿En qué puede aliviarte la novedad de las tierras?, ¿en qué el conocimiento de ciudades y comarcas?
A nada útil conduce ese ajetreo.¿Quieres saber por qué esa huida no te reconforta? Huyes contigo mismo. Tienes que descargar el peso del alma; hasta entonces ningún paraje te agradará. Piensa que el estado de tu alma es ahora semejante al de la profetisa que nuestro Virgilio presenta, ya enardecida y excitada, poseyendo una inspiración extraña a ella: La profetisa se halla en trance por ver si puede expulsar de su pecho al gran dios[3]. Vas de acá para allá a fin de sacudir el peso que te abruma, que por el mismo ajetreo resulta más molesto, cual sucede en la nave, donde los fardos sujetos ocasionan menor desequilibrio, en cambio los amontonados en desorden hunden más pronto el lado en que se han colocado. Todo cuanto haces, lo haces contra ti, y el propio movimiento te perjudica, porque agitas a un enfermo.
Mas, cuando hubieres expulsado este mal, todo cambio de lugar te resultará grato; podrá ser que te destierren a los confines más remotos, pero en cualquier rincón de un país extranjero en que seas colocado, aquella mansión, sea la que fuere, te resultará hospitalaria.Importa, más que el sitio, la disposición con que te acercas a él; de ahí que no debamos aficionar nuestra alma a ningún lugar. Hay que vivir con esta persuasión: «No he nacido para un solo rincón; mi patria es todo el mundo visible»[4]. Si esta idea la tuvieres clara, no te sorprendería que no experimentes alivio alguno en los diversos países a los que sucesivamente te trasladas hastiado de los que antes visitaste; sin duda los primeros te hubieran complacido si los hubieses considerado todos como propios. Ahora no viajas, andas a la ventura, te dejas llevar y cambias un lugar por otro, siendo así que la finalidad que persigues, la de vivir honestamene, está a nuestro alcance en todo lugar. ¿Puede existir acaso un sitio más ajetreado que el foro? También en él se puede vivir apaciblemente, si fuere preciso.
Pero, si pudiera disponer de mí mismo, rehuiría desde lejos la vista y la proximidad del foro; porque a la manera como los lugares malsanos atacan la salud más robusta, así también para el alma sana, pero todavía no en pleno vigor, sino recobrando fuerzas, existen ambientes poco saludables.No estoy de acuerdo con esos que se lanzan en medio del oleaje y que, dando por buena una vida agitada, cada día se enfrentan con gran empeño a las dificultades. El sabio soportará esta forma de vida, no la escogerá, y preferirá hallarse en paz antes que en lucha. No sirve de mucho haber expulsado los propios vicios si hay que pugnar con los ajenos. «Treinta tiranos», replicará el sabio, «asediaron a Sócrates y no pudieron doblegar su ánimo»[5]. ¿Qué importa cuántos sean los señores? La servidumbre es una sola; quien la menosprecia, por más grande que sea la multitud de soberanos, se mantiene libre. Es el momento de terminar, pero a condición de que antes te pague el portazgo: «El principio de la salud es la conciencia de la culpa»[6].
Esto lo dijo Epicuro, a mi modo de ver, admirablemente; porque quien ignora su falta, no quiere ser corregido; es preciso que descubras tu falta antes de enmendarte.Algunos se vanaglorian de sus vicios; ¿crees tú que les preocupa algo su curación a esos que cuentan sus defectos como virtudes? Por ello, cuanto te sea posible, ponte a prueba, investiga sobre ti; cumple primero el oficio de acusador, luego el de juez, por último, el de intercesor. Alguna vez procúrate un disgusto. [1]En. III, 72, donde leemos recedunt y no recedant, variante de Séneca, determinada por licet. Las ciudades y las tierras a que alude el texto son las de Tracia. [2] En la Ep. 104, 7-8, en pasaje paralelo del que nos ocupa, se pone en boca de Sócrates una respuesta similar. [3]En. VI, 78 s. el pasaje en que Virgilio describe a la sibila de Cumas, poseída de Apolo. [4] Los diversos pasajes senecanos, que expresan este cosmopolitismo y sociabilidad universal, pueden verse en M. Gentile (cf. I fondamenti..., pág. 38).
[5] Habla de la célebre oligarquía que se estableció en Atenas, después de la guerra del Peloponeso, a la que Sócrates se opuso enérgicamente (cf.Platón, Apol. 32 c-d). [6] Usener, Epicur., fr. 522. Valor de las sentencias filosóficas y del magisterio de los antiguos Lucilio pide a Séneca máximas estoicas. Éste responde que entre los próceres del estoicismo todo es valioso. Sus sentencias no son, como entre los epicúreos, ni de escaparate, ni atribuibles a uno solo (1-4). A los grandes genios hay que estudiarlos en la totalidad de su obra, aunque sea posible la división en sentencias en beneficio de los no iniciados (5-6). El hombre ya formado abandonará las sentencias aprendidas en la escuela y hablará por cuenta propia. No basta con recordar, hay que asimilar, para que haya diferencia entre el libro y la enseñanza (7-9). Estar bajo tutela impide el progreso en la verdad. Los antiguos son guías, no dueños de la mente, y en la investigación de la ciencia una parte está reservada a la posteridad (10-11).
Deseas que también en estas epístolas, como lo hice en las anteriores, incluya algunas máximas de nuestros eminentes maestros.Ellos no se ocuparon en reunir florecillas; la estructura de sus obras es toda varonil[1]. Sábete que la desigualdad existe cuando lo que está más elevado se hace notar. No suscita la admiración un solo árbol allí donde toda la selva se levanta a la misma altura. De sentencias de esta clase está llena la poesía, está llena la historia. Por ello no quiero que las consideres propias de Epicuro: son patrimonio de todos y en particular de nuestra escuela; pero en aquél destacan más porque las presenta en pasajes muy escasos, porque son inesperadas, porque es sorprendente que una frase vigorosa haya sido pronunciada por quien ha hecho profesión de molicie. Tal es, por lo tanto, la opinión de la mayoría. Para mí Epicuro es también un varón fuerte, aunque su vestido sea de mangas largas[2]. La fortaleza, la laboriosidad y el espíritu dispuesto para la guerra se adaptan tanto a los persas, como a la gente bien ceñida[3].
No hay motivo, por tanto, para que me exijas extractos y citas: en nuestros estoicos se encuentra de forma continuada lo que en otros autores hay que seleccionar.Así que no poseemos esas mercancías llamativas, ni engañamos al comprador que, una vez dentro de la tienda, no va a encontrar objeto alguno distinto de las muestras colgadas a la puerta; al propio cliente le damos permiso para que tome su modelo de donde quiera. Suponte por un momento que queramos seleccionar del conjunto unas máximas ingeniosas: ¿a quién las asignaremos?, ¿a Zenón, a Cleantes, a Crisipo[4], a Panecio o a Posidonio?[5]. No somos vasallos de un rey: cada cual reclama los derechos para sí mismo. Entre los epicúreos, cuanto dijo Hermarco, cuanto Metrodoro[6], se atribuye a uno solo; todo lo que cada uno manifestó en medio de aquella camaradería, lo manifestó bajo la dirección y los auspicios de uno solo.
Nosotros, lo repito, no podemos extraer, aunque lo intentemos, modelo alguno de entre una multitud tan grande de sentencias igualmente estimables: Es propio del pastor pobre contar el rebaño[7].Dondequiera fijes la mirada descubrirás alguna frase que podría destacar, si no la leyeras en medio de otras de igual valor. En consecuencia, abandona la esperanza de gustar en extracto el ingenio de los hombres más ilustres: debes examinarlos a todos, debes hacer uso frecuente de todos. Tratan sin interrupción un asunto: a través de unos rasgos que les son propios articulan el trabajo de su inteligencia, del cual, nada puede substraerse sin quiebra del conjunto. Tampoco te prohíbo que examines sus miembros uno por uno, con tal que sea dentro de la unidad del ser humano. No es hermosa aquella mujer cuya pierna o brazo suscita elogios, sino aquella cuya figura cabal anula la admiración por un miembro determinado. Con todo, si me lo exiges, no me comportaré tan mezquinamente contigo, sino que te satisfaré con mano generosa.
Ingente es la multitud de esas sentencias que se hallan por doquier; bastará tomarlas sin tener que escogerlas, ya que no surgen aisladas, sino que manan a raudales, en sucesión continua y encadenadas entre sí.No dudo de que aporten gran utilidad a los todavía inexpertos y no iniciados, ya que con más facilidad se graban las máximas concretas, bien definidas y acomodadas a la estructura del verso. Por ello procuramos que los niños aprendan las sentencias y las frases que los griegos llaman «chrías»[8], ya que a éstas las puede captar su inteligencia infantil, que ya no podría abarcar más. Pero al hombre con notorio aprovechamiento le resulta vergonzoso ir a recoger florecillas, apoyarse en máximas muy conocidas y compendiadas, y depender de su memoria: debe ya sustentarse en sí mismo. Exprese tales conceptos sin retenerlos mentalmente; pues resulta indecoroso para uno ya anciano, o que frisa en la ancianidad, obtener sus conocimientos apoyándose en un libro de memorias. «Esto dijo Zenón»: ¿y tú, qué? «Esto dijo Cleantes»: ¿y tú, qué?
¿Hasta cuándo te moverás al dictado de otro?Ejerce tú el mando, expón alguna idea que llegue a la posteridad, ofrece algo y que ello sea de tu repuesto. Así, pues, todos esos personajes, nunca creativos, siempre comentadores, agazapados al amparo del prestigio ajeno, no considero que tengan nobleza alguna de espíritu, puesto que nunca se han decidido a poner en práctica, siquiera una vez, lo que durante largo tiempo habían aprendido. Su memoria la han ejercitado sobre pensamientos de otros; pero no es lo mismo recordar que saber. Recordar supone conservar en la memoria la enseñanza aprendida; por el contrario, saber es hacer suya cualquier doctrina sin depender de un modelo, ni volver en toda ocasión la mirada al maestro. «Esto dijo Zenón, esto Cleantes». Que medie alguna distancia entre ti y el libro. ¿Hasta cuándo has de aprender? Es tiempo ya de que enseñes. ¿Qué motivo hay para que escuche de ti lo que puedo leer? «Grande es el efecto que produce», dices, «la viva voz».
Pero no ésta que toma en préstamo palabras ajenas y hace las veces de un escribano.Añade, asimismo, que esos tales que nunca dejan de estar bajo tutela, primeramente, siguen a los anteriores en aquellas cuestiones en que todos han abandonado ya a sus predecesores; después, también les siguen en los temas que todavía se están investigando. Pues, bien: nunca se harían hallazgos si nos contentáramos con los ya realizados. Además, quien va en pos de otro, no descubre nada; mejor dicho, no investiga nada. ¿Entonces, qué?, ¿no voy a seguir las huellas de los antiguos? Por supuesto tomaré el camino trillado, mas si encontrare otro más accesible y llano, lo potenciaré. Quienes antes que nosotros abordaron estas cuestiones no son dueños, sino guías de nuestra mente. La verdad está a disposición de todos; nadie todavía la ha acaparado; gran parte de su estudio ha sido encomendado también a la posteridad.
[1] Es decir, que los grandes maestros del estoicismo, independiente mente del hecho de que algunos como Cleantes nos haya dejado un florilegio, no presentan una formulación única del dogma estoico, sino que cada cual aporta su interpretación personal.No sucede lo mismo entre los epicúreos, donde hay que referirse constantemente a las máximas del maestro (cf. Grimal, Sénèque ou lo consciente...., pág. 22). [2] Juicio, en suma, favorable a Epicuro. Las mangas largas eran indicio de afeminamiento. [3] Los persas, aunque de costumbres más afeminadas, sabían también comportarse con valor en la guerra. Pero los soldados romanos acostumbraban a llevar la túnica ceñida para tener mayor agilidad de movimientos. [4] Figuras máximas del estoicismo primitivo, los dogmáticos: cf. Epístolas 6, 6; 9, 14. [5] Son los maestros del estoicismo medio, que insistieron en el aspecto moral de la doctrina. [6] Sobre estos discípulos de Epicuro cf. Ep. 6, 6, nota 14. [7] Ovidio, Metamorf. XIII, 824.
[8] Las chrías, término griego, según Quintiliano (cf.Inst. Or. 19, 3 ss. ), son frases notables a las que se añade una explicación. Puede tratarse de simples enunciados, de respuestas, de hechos. Todo ello se ilustra con ejemplos fáciles de deducir. Los preceptos en pequeñas dosis aprovechan más Séneca y Lucilio deben intensificar la correspondencia, ya que el lenguaje íntimo usado en ella es más eficaz que los discursos (1), y los principios de la filosofía, como la pequeña semilla, producen efectos insospechados en el alma bien dispuesta (2). Con razón me exiges que la relación epistolar entre nosotros sea más asidua. El tono conversacional aprovecha en gran manera, ya que suavemente penetra en el alma; las discusiones preparadas, que se desarrollan con amplitud ante un auditorio público, tienen mayor repercusión, pero menor intimidad[1]. La filosofía es el buen aconsejar, y el consejo nadie lo da en tono vibrante.
En ocasiones hay que hacer uso también de esa especie, llamémosla así, de arengas por las que el oyente que vacila debe ser estimulado.Mas cuando hay que conseguir, no que se decida a aprender, sino que aprenda, hay que recurrir a este lenguaje nuestro más sencillo. Penetra y arraiga con más facilidad, ya que no precisa de palabras copiosas, sino eficaces. Hemos de esparcir éstas como la semilla, que, por muy diminuta que sea, una vez ha encontrado el lugar idóneo, despliega sus energías y de insignificante germen se expande hasta su máximo desarrollo. El mismo efecto producen los principios de la filosofía, que, a primera vista, no son de contenido amplio, pero en la aplicación se multiplican. Pocas son las normas que en ellos se dan, pero, si el alma las acoge debidamente, cobran fuerzas y desarrollo. Una misma, insisto, es la suerte de los preceptos y de las semillas: consiguen un gran resultado aun siendo pequeños. Basta sólo, según he dicho, con que un alma bien dispuesta los asuma y se los aplique.
A su vez ella misma producirá también mucho fruto y devolverá más de lo que habrá recibido.[1] Aquí se establece la equivalencia entre epistula y sermo. La carta pide intimidad, «palabras más sencillas», por lo que consigue una eficacia mayor. La elocuencia deseable en el filósofo[1] Las cartas suponen un reencuentro con el amigo ausente (1). Séneca desaprueba la precipitación de Serapión en su discurso, ya que el filósofo debe ser mesurado y no proceder deprisa y como por sorpresa, ni lento, porque ha de penetrar hasta el fondo si quiere combatir los vicios (2-6). La celeridad no va con la filosofía, que procede con moderación, como una ola continua. Como tampoco conviene al orador, quien deberá preferir la expresión lenta de P. Vinicio a la precipitación de Q. Haterio. Los oradores romanos, como Cicerón, hablan paso a paso (7-11). El filósofo Fabiano, varón egregio, era de palabra fácil, pero no precipitada. Así también el sabio será comedido y lento en el hablar (12-14).
Te agradezco que me escribas con frecuencia, pues de la única forma que puedes te me das a conocer.Jamás recibo tu carta sin que estemos en seguida juntos. Si los retratos de los amigos ausentes nos resultan gratos porque renuevan su recuerdo y aligeran la nostalgia de su ausencia con falaz y vano consuelo, ¡cuánto más gratas nos resultan las epístolas, que nos procuran las huellas auténticas del amigo ausente, sus auténticos rasgos! Porque la mano del amigo impresa en la epístola brinda lo que sabe muy dulce en su presencia: el reconocerlo[2]. Me escribes que escuchaste al filósofo Serapión[3] cuando arribó a ese litoral: «Acostumbra a amontonar las palabras con gran rapidez sin pronunciarlas distintamente, antes bien las apretuja y agolpa, pues le acuden muchas más de las que puede proferir un solo hombre». Semejante actitud no la apruebo en un filósofo, cuya pronunciación, igual que la vida, debe ser también ordenada; ahora bien, nada de cuanto se precipita y apresura evidencia un orden[4].
De ahí que en Homero ese discurso arrebatado y sin interrupción, que llega de improviso como la nieve, se pone en boca del orador joven[5]; en la del viejo fluye el otro apacible y más dulce que la miel[6].Ten, pues, esta convicción: que una tal vehemencia en la expresión, precipitada y copiosa, es más propia de un charlatán que de uno que se ocupa de un asunto noble y serio, y que alecciona. Pues así como no quiero que el discurso fluya gota a gota, así tampoco que vaya lanzado; que ni fuerce a aguzar los oídos, ni los abrume tampoco. Porque también la pobreza y languidez de estilo mantiene de por sí menos atento al auditorio a causa del fastidio que produce una lentitud llena de pausas; con todo se graba mejor la idea que uno está aguardando que aquella que le coge desprevenido. En suma, todos afirman que los maestros transmiten enseñanzas a sus discípulos, pero no se transmite lo que escapa a la atención.
Advierte además que el discurso empeñado en la verdad debe mostrarse sin adornos y sencillo[7]; aquel que gusta al pueblo no contiene verdad alguna.Pretende conmover a la turba y embelesar con su ímpetu al oyente irreflexivo, no se presta a un examen, se esfuma. ¿Cómo, pues, será capaz de dirigir lo que no puede ser dirigido? ¿Y qué decir si este discurso que se propone curar los espíritus debe penetrar en nuestro interior? Los remedios no aprovechan si no se insiste en ellos[8]. Contiene además mucho de fútil y vano y posee mayor resonancia que valor. Tengo que mitigar mis terrores, suavizar mi excitación, disipar mis engaños, cohibir la lujuria, desterrar la avaricia. ¿Cuál de estos objetivos puede lograrse con rapidez? ¿Qué médico cura a sus enfermos de pasada? Además de que ni siquiera produce el menor placer semejante ruido de palabras que se agolpan sin discernimiento.
Pero igual que respecto de muchas cosas que no considerarías posibles, te basta con haberlas visto, así también a estos equilibristas de la palabra es suficiente haberles escuchado una sola vez.Porque ¿qué es lo que de ellos uno intentaría aprender?, ¿qué es lo que intentaría imitar? ¿En qué concepto tendría su alma cuando su discurso es confuso, precipitado e incoercible? De la misma forma que en su marcha el que corre cuesta abajo no se detiene en la meta establecida, sino que queda sometido a su cuerpo por la aceleración de la gravedad y se ve lanzado más lejos de lo que pretendía, así tal rapidez en la expresión ni la pueden controlar, ni es lo bastante acorde con la filosofía que debe pronunciar distintamente las palabras —no dispararlas—, y avanzar paso a paso. «¿Entonces qué?, ¿no elevará el tono alguna vez?». ¿Por qué no? Pero quedando a salvo la dignidad moral que le quita esa expresión violenta y sobreabundante. Que posea gran vigor, pero moderado; que sea una corriente perenne, no un torrente.
Difícilmente permitiría yo al orador tal velocidad en una dicción incapaz de retroceder y que procede sin normas.¿Cómo, de hecho, podrá seguirle de cerca el juez que, en ocasiones, es hasta inexperto e ignorante? Aun cuando el deseo de ostentación o una pasión incontenible empujen al orador, que acelere su exposición sólo tanto como los oídos puedan soportar. Obrarás, pues, rectamente si no escuchas a esas personas que en su elocución atienden a la cantidad, no a la precisión. Tú mismo preferirás, si se da el caso, hablar como Publio Vinicio[9]. «¿Cómo lo hacía él?». A uno que preguntaba sobre la forma de expresarse Publio Vinicio, Arelio[10] respondió: «A golpes». En efecto, Gémino Vario[11] añadió: «No sé cómo podéis proclamarle elocuente; es incapaz de enlazar tres palabras». ¿Y por qué no vas a preferir tú hablar como Publio Vinicio?
Es posible que se presente alguien tan necio como aquel que, mientras nuestro orador iba arrastrando una palabra tras otra como si las dictase y no las declamase, le recriminó: «Dinos: ¿es que en verdad dices algo?».Porque la rápida elocución de Quinto Haterio[12], el orador más célebre de su tiempo, quiero que se mantenga a gran distancia del hombre juicioso: jamás vaciló, jamás se detuvo; comenzaba y terminaba de una alentada. Juzgo, sin embargo, que ciertos usos convienen más o menos a determinados pueblos. Entre los griegos se toleraría dicha licencia. Nosotros, aun en la escritura, solemos señalar las pausas. Nuestro mismo Cicerón, que enalteció la elocuencia romana, hablaba pausadamente. El discurso romano es más circunspecto, se sopesa más a sí mismo, y se brinda más a ser valorado.
Fabiano, hombre prominente por su vida y su saber, y, a consecuencia de lo uno y de lo otro, también por su elocuencia, disertaba con soltura más que con vehemencia, de suerte que podría afirmarse que su característica era no la rapidez, sino la facilidad[13].Ésta en el sabio yo la acepto, no la exijo. Aun cuando su elocución se produzca sin estorbo, prefiero que vaya acompasada y que no se desborde. Tanto más, en efecto, trato de apartarte de este vicio cuanto que a ti no te será posible contraer tal lacra, a no ser que superes la vergüenza. Convendrá que evites enrojecer y que dejes de escucharte a ti mismo. Porque aquel correr atolondrado arrebatará muchas cualidades que quisieras recobrar. No es posible, lo repetiré, que contraigas este vicio sin perder la vergüenza. Además es preciso el ejercicio diario, y la atención puesta en los asuntos hay que aplicarla también a las palabras. Mas éstas, aun cuando estuviesen a tu alcance y te afluyesen sin ningún esfuerzo personal, deberías, no obstante, regularlas.
Porque de igual manera que al sabio le conviene un porte más bien modesto, así también un discurso comedido, no arrogante.Ésta será, pues, mi conclusión definitiva: te ordeno que seas lento en el hablar. [1] La epístola es una diatriba sobre la pronuntiatio philosophi. En ella Séneca denuncia el peligro de la relatividad de las palabras y, pasando del plano estético al ético, señala como meta á alcanzar la perfección moral (cf. D. Slusanschi, «Thème et développement de la 40e épître du philosophe Sénèque», Stud. Clas., IX (1969), 101-113). [2] Otro de los objetivos de la carta que Séneca considera importante es dar a conocer el carácter del propio escritor (cf. Cancik, op. cit., página 52). [3] Al parecer sólo conocido por este pasaje. Pero Séneca no da la impresión de haber inventado nada de cuanto aquí dice. [4] «El estilo no alcanzará la auténtica belleza, si el alma no es sana, armoniosa, regulada, y responde, en lo posible, al ideal del sabio» (Grimal, Sénèque ou la consciente..., pág. 422).
[5] Se refiere a la elocuencia de Ulises de que habla Il.III 221-222. Nuestro héroe «lanzaba fuera del pecho su gran voz y sus palabras semejantes a copos de nieve de invierno». [6] Alude a Nestor (Il. I 249), «de cuya lengua fluía la voz más dulce que la miel». [7] Hemos aceptado la lectura de Reynolds incomposita frente a et composita, porque responde mejor al contexto y al pensamiento que aquí se quiere expresar. El sentido peyorativo de incomposita se opone al de composita del § 2. [8] Cf. Ep. 2, 3. [9] Publio Vinicio se distinguió como jefe del ejército de Tracia y Macedonia, alcanzando el consulado el año 2 d. C.; fue el acusador de Vocieno Montano en una causa que puso en situación enojosa a Tiberio (cf. Tác., An. IV 42). Era elogiada su facundia como orador. [10] Arelio Fusco, famoso retórico de la época de Augusto que se inclinaba por el género de las suasorias. Discípulos suyos fueron Ovidio y P. Fabiano, éste mencionado en el § 12.
[11] Q. Vario Gémino, al que en el texto latino se le nombra anticipando el cognomen al nombre familiar.A pesar de proceder del país de los pelignos, llegó a senador, fue supervisor de obras públicas, tribuno de la plebe, pretor y legado de Augusto. En su época, muy apreciado como orador. [12] De familia senatorial. Su carrera alcanzó el mayor esplendor con el emperador Augusto. Hablaba con tal velocidad, rebosante de ideas y palabras, que era difícil entenderle (cf. Tácito, An. IV 61). [13] A él se refirió Séneca en la Ep. 11, 4. Siempre evidencia el gran afecto que sintió por su viejo maestro. Un dios habita en nuestra alma La sabiduría, aspiración de Lucilio, podemos conseguirla en nosotros. Dios vive en nuestro interior cual vigilante y custodio de nuestros actos, siendo protector de los buenos (1-2). Como ciertos parajes impresionantes, el varón superior evoca en sí también la divinidad, ya que, en su parte más noble, se mantiene adherido a su origen divino (3-5). Igual que los demás seres vivos brilla por su bien propio.
Éste se funda en el alma y la perfecta razón, la cual, a su vez, le exige una vida conforme a la naturaleza (6-9).Realizas una obra excelente y saludable para ti si, tal como me escribes, perseveras en tu caminar hacia la sabiduría, la cual es poco sensato pedir cuando la puedes recabar de ti mismo. No es cuestión de elevar las manos al cielo, ni de suplicar al guardián del santuario para que nos permita acercanos hasta el oído de la imagen con el pretexto de ser escuchados más favorablemente[1]. Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti. Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él? Es Él quien procura nobles y elevados consejos. En cada uno de los hombres buenos habita un dios (quien sea ese dios es cosa incierta)[2].
Si se te ofrece a la vista una floresta abundante en árboles vetustos de altura excepcional, y que dificulta la contemplación del cielo por la espesura de las ramas que se cubren unas a otras, la magnitud de aquella selva, la soledad del paraje y la maravillosa impresión de la sombra tan densa y continua en pleno campo despertarán en ti la creencia en una divinidad.Si una gruta excavada hasta lo hondo en las rocas deja como colgando a un monte, no por factura humana, sino minada en tan vasta amplitud por causas naturales, suscitará en tu alma un cierto sentimiento de religiosidad. Las fuentes de los grandes ríos las veneramos. A la súbita aparición de un inmenso caudal de las entrañas de la tierra se le dedican altares; se veneran los manantiales de aguas termales, y a ciertos estanques la obscuridad o inmensa profundidad de sus aguas los hizo sagrados. Si ves a un hombre intrépido en los peligros, inaccesible a las pasiones, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, que contempla a los humanos desde un plano superior y a los dioses al mismo nivel, ¿no penetrará en ti la veneración por él?
¿No exclamarás acaso: «Un tal espíritu es demasiado noble y excelso como para que se le pueda considerar acorde con este corpezuelo en que se halla»?Una fuerza divina ha bajado hasta ahí[3]. A esta alma superior, equilibrada, que lo considera todo como inferior a sí, que se ríe de cuanto tememos y ambicionamos, la impulsa un poder celeste. Virtud tan grande no puede subsistir sin ayuda de la divinidad; de ahí que su parte más noble está en el lugar del que ha descendido. Como los rayos del sol alcanzan, es cierto, la tierra, pero se hallan en el centro que los emite, así el alma noble y sagrada, enviada acá abajo con el fin de que conociésemos más de cerca las cosas divinas, convive, sin duda, con nosotros, mas queda adherida a su origen; está pendiente de ese lugar, hacia él se orienta y dirige su esfuerzo; de nuestros asuntos se ocupa como un ser superior. ¿Cuál es, pues, esta alma? La que no resplandece con bien alguno que no sea el propio. En verdad, ¿qué mayor necedad que alabar en el hombre lo que no le pertenece?
¿Qué mayor demencia que admirar los dones que al instante pueden pasar a otro?No hacen mejor al caballo los frenos de oro. De una forma salta a la arena el león con melena guarnecida de oro, fatigado porque se le domestica y se le fuerza a soportar sobre sí el adorno, y de otra el indómito, de fiereza intacta. Sin duda éste, violento por su instinto, cual lo quiso la naturaleza, por su belleza salvaje, cuya majestad estriba en no poderlo mirar sin temor, es preferido al otro, agotado, con lentejuelas de oro. Nadie debe vanagloriarse sino del bien propio. Elogiamos la viña cuando carga los sarmientos con el fruto, cuando por el propio peso de los racimos que ha producido ella misma derriba los rodrigones. ¿Acaso alguien antepondría a esta viña otra con racimos de oro, con hojas de oro? La cualidad propia de la vid es la fertilidad. Igualmente en el hombre hay que elogiar lo que es característico suyo. Posee una servidumbre encantadora, una bonita casa; son extensos sus sembrados, numerosos los préstamos hechos.
Ninguno de estos bienes se halla dentro de él, sino en torno suyo.Alaba en él aquello que ni se le puede arrebatar ni otorgar, lo que es propio del hombre. ¿Quieres saber qué es? El alma, y en el alma la razón perfecta[4]. El hombre es, en efecto, un ser racional; por tanto, su bien llega a la plenitud si ha cumplido el fin para el que ha nacido. ¿Qué es, pues, lo que esta razón exige de él? Una cosa muy fácil: vivir conforme a su propia naturaleza[5]. Pero lo que la hace difícil es una locura generalizada: nos empujamos unos a otros hacia el vicio. Ahora bien, ¿cómo se puede hacer volver al buen camino a los que nadie retiene y la turba les empuja? [1] El filósofo ridiculiza las supersticiones populares. Tales actos culturales la filosofía estoica nunca los aceptó (cf. Elorduy, El Estoicismo, II, pág. 295). [2] Virg., En. VIII 352. Se refiere al bosque del Capitolio, en tiempos de Evandro. [3] En efecto, Séneca, Ad Helv.
6, 7-8, dice que el alma «desciende del espíritu celeste» y que está compuesta «de las mismas semillas de las que están constituidos los seres divinos».[4] Cf. I. Roca, «Humanismo de Séneca...», págs. 360-365, en particular la pág. 363. Allí estudiamos el tema de la razón humana en Séneca. [5] Cf. Dióg. Laer., Vidas de los filós., 87-88. Afirma que Zenón considera que la perfección está en «vivir de acuerdo con la naturaleza», es decir, según la virtud, ya que ella nos conduce a la naturaleza. Esta naturaleza es tanto la universal, como la propia de cada uno, que es una porción de aquella. La verdadera nobleza está en la práctica de la virtud Lucilio podrá elevarse a la suprema felicidad, porque la filosofía que cultiva no atiende a la categoría social, está abierta a todos y, al contrario de la fortuna, otorga la auténtica nobleza (1-4). Ésta radica en la buena disposición del alma para la virtud (5). Y es bueno con pleno derecho lo que puede procurar una vida feliz.
La gente se angustia porque los medios que conducen a la felicidad los confunde con la propia felicidad (6-7).De nuevo tú te haces el insignificante conmigo; dices que primero la naturaleza y luego la fortuna se han comportado contigo con excesiva mezquindad, cuando está en tus manos substraerte a la gente y alzarte hasta la cumbre de la felicidad humana. Si algún aspecto bueno, entre otros, presenta la filosofía, uno es éste: no atiende a la genealogía. Todos los hombres, remitiéndolos a su origen primero, son linaje de los dioses[1]. Eres caballero romano y en tal estamento te ha colocado tu propia diligencia; mas, ¡por Hércules!, que para muchos las catorce filas son inaccesibles[2]. No a todos admite la Curia; hasta la milicia escoge minuciosamente a cuantos enrola para el trabajo y el riesgo. La sabiduría es accesible a todos; todos, en este aspecto, somos nobles. La filosofía a nadie rechaza, ni elige; brilla para todos.
Sócrates no fue un patricio, Cleantes fue aguador y se puso a jornal para regar un huerto; a Platón no lo acogió la filosofía siendo noble, sino que lo hizo tal.¿Qué motivo hay para que desesperes de poder igualarte a éstos? Todos ellos son tus antepasados a condición de que te hagas digno de ellos, y lo conseguirás si muy pronto te persuades a ti mismo de que nadie te supera en nobleza. Todos nosotros tenemos un número equivalente de ascendientes: el origen de todos se sitúa más allá del tiempo. Platón afirma que no existe rey alguno que no descienda de esclavos, ni esclavo alguno que no descienda de reyes[3]. Una prolongada serie de cambios produjo toda esta promiscuidad y la fortuna revolvió lo de arriba con lo de abajo. ¿Quién es verdaderamente noble? Aquel a quien la naturaleza dispuso debidamente para la virtud. Éste es el único aspecto en que fijarse: de otra suerte, si te remites a la antigüedad, todos datan de aquella época, anterior a la cual nada existe.
Desde el primer origen del mundo hasta el tiempo presente hemos discurrido por una serie alternativa de generaciones ilustres y humildes.No es el atrio repleto de bustos ennegrecidos el que da la nobleza; nadie ha vivido para procurarnos la gloria, ni lo que existió antes de nosotros nos pertenece. Es el alma la que ennoblece; ella puede, desde cualquier situación, elevarse por encima de la fortuna. Imagínate, pues, que no eres un caballero romano, sino un liberto: te es posible ser tú solo verdaderamente libre entre los nacidos libres. «¿Cómo?», preguntas. No distinguiendo el bien del mal según el criterio de la gente. Hay que analizar en aquéllos no su procedencia, sino el objetivo que persiguen. Si existe algo que puede procurar una vida feliz, ello constituye un bien por derecho propio, ya que no puede desviarse hacia el mal. ¿Cuál es, pues, la causa de que uno tropiece, siendo así que todos aspiran a la vida feliz? Es que toman los medios para conseguirla por ella misma y, mientras la buscan, se les escapa.
En efecto, en tanto que la vida feliz, en su esencia, supone una plena seguridad y una inquebrantable confianza en sí misma, ellos acumulan motivos de inquietud, y por el insidioso camino de la vida no sólo llevan su carga, sino que la arrastran.Así se alejan cada vez más de la consecución de su objetivo; cuanto mayor esfuerzo han desplegado, tanto mayores dificultades se crean, y van retrocediendo. Tal sucede a los que corren de prisa en un laberinto: su misma velocidad les desconcierta. [1] Aquí suele pensarse en el Himno al sol de Cleantes (cf. Arnim, Stoic. vet. frag., I 737), donde en el § 2 leemos Ek soû gàr génos esmén, que se corresponde con Toû gàr kaì génos esmén, de San Pablo en el Areópago (Act. 17, 28), aunque, es cierto, no se ha podido probar claramente la dependencia estoica de la afirmación paulina. [2] Son los bancos donde se sentaban en el teatro los caballeros, cuyo rango muchos no podían alcanzar (cf. Suetonio, Caes., 39). [3] En Teeteto, 174e-175a.
Trato humano con los esclavos Lucilio, conforme pide la sabiduría, trata con bondad a sus esclavos (1).No como aquellos a los que humilla su compañía, que no les dejan hablar (2-4). A los esclavos les hacemos enemigos por abusar de ellos, exigiéndoles servicios humillantes. Pero a veces se invierten los puestos —caso de Calixto—. Todos podemos ser esclavos (5-10). Hemos de tratar a los esclavos como quisiéramos que nos trataran los superiores. Todos podemos tener un señor. Nuestros mayores nos dieron ejemplo de convivencia familiar (11-14). A ningún esclavo hay que excluir por razón de su oficio. Son las costumbres las que cuentan. No vale la condición social. Hay nobles que son esclavos (15-17). Consigamos que los esclavos sean respetuosos: si respetan, amarán. Se les puede amonestar, no azotar. No obremos como los que fingen haber recibido una ofensa para causarla luego ellos (18-20). Lucilio debe perseverar en su buena disposición (21).
Con satisfacción me he enterado por aquellos que vienen de donde estás tú que vives familiarmente con tus esclavos.Tal comportamiento está en consonancia con tu prudencia, con tus conocimientos. «Son esclavos». Pero también son hombres. «Son esclavos». Pero también comparten tu casa. «Son esclavos». Pero también humildes amigos. «Son esclavos». Pero también compañeros de esclavitud, si consideras que la fortuna tiene los mismos derechos sobre ellos que sobre nosotros[1]. Así, pues, me río de esos personajes que consideran una bajeza cenar en compañía de su esclavo. Y ¿cuál es el motivo sino la muy insolente costumbre que obliga a que permanezca de pie, en torno al señor, mientras cena, un tropel de esclavos? Aquél come más de lo que puede tomar; con enorme avidez fatiga su vientre dilatado, desavezado ya a su propia función, para luego vomitarlo todo con mayor esfuerzo del que puso al ingerirlo. En cambio, a los infelices esclavos no les está permitido mover los labios ni siquiera para hablar.
Con la vara se ahoga todo murmullo, sin que estén exentos de azotes ni aun los ruidos involuntarios: la tos, el estornudo, el sollozo.Con duro castigo se expía quebrantar el silencio con una sola palabra. Ellos permanecen de pie toda la noche en ayunas y en silencio. Así acontece que hablan mal de su dueño esos esclavos a los que no está permitido hablar en presencia del dueño. En cambio, aquellos esclavos que podían conversar no ya en presencia de sus dueños, sino con los mismos dueños, cuya boca no era cosida, estaban dispuestos a ofrecer por ellos el cuello y desviar hacia su cabeza el peligro que les amenazaba. En los banquetes conversaban, pero en medio del tormento callaban. Además, fruto de esa misma insolencia, se repite este refrán: tantos son los enemigos cuantos son los esclavos. Éstos no son enemigos nuestros, los hacemos. Paso por alto, de momento, otras exigencias crueles, inhumanas, como el abusar de ellos no ya en su condición de hombre, sino en la de bestias de carga.
Cuando estamos recostados para la cena, uno limpia los esputos, otro agazapado bajo el lecho recoge las sobras de los comensales ya embriagados.Otro trincha aves de gran precio: haciendo pasar su mano experta por las pechugas y la rabadilla con movimientos precisos, separa las porciones. Desgraciado de él, que vive para este solo cometido: descuartizar con habilidad aves cebadas; a no ser que sea aún más desgraciado el que enseña este oficio por placer, que quien lo aprende por necesidad. Otro, el escanciador, engalanado como una mujer, está en conflicto con su edad: no puede salir de la infancia, se le retiene en ella; y, a pesar de su constitución propia ya de soldado, depilado, con el vello afeitado o arrancado de raíz, pasa en vela toda la noche, que reparte entre la embriaguez y el desenfreno de su dueño para ser hombre en la alcoba y mozo en el convite.
Otro a quien está encomendada la selección de los comensales, desdichado, permanece de pie y espera a quienes el espíritu servil o la intemperancia en el comer o en el hablar les permitirá volver al día siguiente.Añade a éstos los encargados de la compra que tienen un conocimiento minucioso del paladar de su dueño, que saben cuál es el manjar cuyo sabor le estimula, cuyo aspecto le deleita, cuya novedad, aun teniendo náuseas, puede reanimarle, cuál el que, por estar ya saciado, le repugna, cuál el que le apetece aquel día. Cenar en compañía de éstos no lo soporta y considera una merma de su dignidad acercarse a la misma mesa con su esclavo. Mas ¡los dioses nos asistan!, ¡a cuántos de esos esclavos los tiene por señores! De pie ante el umbral de Calixto[2] al antiguo amo de éste y cómo el mismo que le había atado el rótulo para venderlo y le había expuesto entre los esclavos de desecho[3] era echado fuera, en tanto los otros entraban.
Correspondía así a su favor el que siendo esclavo suyo había sido relegado al lote de la primera decuria con la que el pregonero pone a prueba su voz: él mismo le repudió a su vez y no le consideró digno de su casa.El dueño vendió a Calixto, pero ¿cuánto le hizo pagar Calixto a su dueño? Anímate a pensar que éste a quien llamas tu esclavo ha nacido de la misma semilla que tú, goza del mismo cielo, respira de la misma forma, vive y muere como tú. Tú puedes verlo a él libre como él puede verte a ti esclavo. A raíz del desastre de Varo[4], muchos de nobilísima prosapia que se prometían la dignidad senatorial por el ejercicio de las armas fueron abatidos por la fortuna: a uno ella le convirtió en pastor, a otro en guardián de una cabaña. Desprecia ahora a un hombre a causa de ese infortunio en el que tú puedes caer mientras lo desprecias. No quiero adentrarme en un tema tan vasto y discutir acerca del trato de los esclavos, con los cuales nos comportamos de forma tan soberbia, cruel e injusta.
Ésta es, no obstante, la esencia de mi norma: vive con el inferior del modo como quieres que el superior viva contigo.Siempre que recuerdes la gran cantidad de derechos que tienes respecto de tu esclavo, recuerda que otros tantos tiene tu dueño respecto de ti[5]. «Pero yo», arguyes, «no tengo dueño alguno». Estás en la edad dorada: quizá lo tendrás. ¿No sabes a qué edad Hécuba comenzó a ser esclava, a qué edad comenzaron a serlo Creso y la madre de Darío, y Platón y Diógenes[6]? Acoge a tu esclavo con bondad, incluso con afabilidad. Admítelo a tu conversación, a tu consejo, a tu intimidad. En este punto me censurará a gritos todo un tropel de afeminados: «Nada más humillante, nada más vergonzoso». A esos mismos los he de sorprender, besando la mano de los esclavos ajenos. ¿Es que ni siquiera reparáis en cómo nuestros mayores trataron de suprimir todo tipo de odiosidad para con los señores, todo tipo de injusticia para con los esclavos?
Al señor le dieron el nombre de «padre de familia», a los esclavos el de «familiares», que todavía se emplea en los mimos.Establecieron un día de fiesta no para que fuera el único en que los señores comiesen con los esclavos, sino para que hubiese uno al menos; les permitieron desempeñar puestos de honor en la casa, administrar en ella la justicia y concibieron la casa como una república en pequeño[7]. «¿Entonces qué?, ¿sentaré a todos los esclavos a mi mesa?» Igual que a todos los hombres libres. Te equivocas si piensas que a algunos los voy a rechazar so pretexto de que se ocupan en oficios más viles, por ejemplo, el de mulatero y el de boyero. No los valoraré por sus funciones, sino por sus costumbres. Es cada cual quien escoge sus costumbres, las funciones las asigna el azar. Unos coman contigo porque son dignos, otros para que se hagan dignos. Porque si hay en ellos algún rasgo servil, a resultas de su trato con gente vulgar, desaparecerá por su convivencia con los más honorables.
No hay motivo, querido Lucilio, para que busques al amigo tan sólo en el foro y en la curia: si te fijas con atención, lo encontrarás también en casa.A menudo un buen material resulta ineficaz por falta de artista; pruébalo y lo sabrás. De la misma manera que es un necio quien al ir a comprar un caballo no examina al propio animal, sino su silla y sus riendas, así es muy necio quien aprecia al hombre ora por su vestido, ora por su condición, que a modo de vestido queda ajustada a nuestra persona. «Es un esclavo». Pero quizá con un alma libre. «Es un esclavo». ¿Esto le va a perjudicar? [8] Muéstrame uno que no lo sea: uno es esclavo de la lujuria, otro de la avaricia, otro de los honores; todos esclavos de la esperanza, todos del temor. Puedo citarte un ex-cónsul esclavo de una viejecita, un rico esclavo de una joven sirvienta; te mostraré jóvenes muy nobles esclavizados por bailarines de pantomima[9]. No existe esclavitud más deshonrosa que la voluntaria.
Por lo tanto, no hay razón para que esos insolentes te impidan mostrarte con tus esclavos jovial y superior, sin jactancia; que te veneren antes que temerte.Alguien objetará que ahora yo estoy incitando en los esclavos el deseo de obtener el píleo[10], y derribando a los señores de su cúspide, por cuanto he dicho: «veneren al señor antes que temerle». «¿Es así», dice, «exactamente?, ¿que le veneren como clientes, como los que van a saludarle?». Quien hable así, olvidará que no es poco para los señores lo que basta para Dios. El que es objeto de veneración lo es también de amor; el amor no puede confundirse con el temor. Así, pues, considero que obras muy rectamente al procurar que tus esclavos no tengan miedo de ti y al no emplear más que reprensiones verbales; con azotes se castiga a las bestias. No todo lo que nos golpea nos produce también una lesión; pero los deleites nos llevan forzosamente a la excitación violenta, de suerte que todo lo que no responde a nuestro capricho, nos provoca a cólera.
Adoptamos la actitud de los tiranos; pues también ellos, olvidándose tanto de su propio poder, como de la flaqueza ajena, se inflaman y enfurecen como si hubieran recibido una injuria, cuando de un tal riesgo los deja enteramente a salvo su elevada condición.Esto no lo ignoran, pero con sus lamentos toman pretexto para hacer daño. Han dado por recibida la injuria para poder cometerla. No quiero retenerte por más tiempo, puesto que no tienes necesidad de exhortación. Esta ventaja tienen entre otras las buenas costumbres: se complacen consigo mismas, son constantes. La mala conducta es tornadiza, se trueca a menudo no en algo mejor, sino en algo distinto. [1] Si el estoicismo, sin atreverse a proclamar la libertad total de los esclavos, mejoró su condición al propugnar un trato más humanitario, la influencia de Séneca en este punto, en particular durante los cinco años en que fue ministro de Nerón, sólo es comparable a la que ejercitaron los más grandes benefactores de la humanidad (cf. Elorduy, El Estoicismo II, págs. 270-271).
[2] Se trata de un esclavo manumitido por el emperador Calígula, que llegó a tener gran valimiento en la corte de éste y de Claudio.[3] Dicho rótulo pendía del cuello del esclavo; en él se escribía el nombre del país de procedencia, las cualidades y defectos del mismo. Conforme a su valor se repartía a los esclavos en diversas categorías. [4] P. Quintilio Varo, cónsul el 13 a. C. y, por su parentesco con Augusto, nombrado gobernador de Germania, explotó a los nativos de esta región. Arminio, caudillo de los queruscos, le sorprendió y aniquiló junto con tres legiones en la selva de Teutoburgo el año 9 d. C. De tal descalabro Augusto jamás pudo consolarse. [5] Es como la regla de oro para la convivencia humana. Puede compararse con el precepto bíblico: «Cuanto queréis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt. 7, 12). [6] Hécuba, la esposa de Príamo, «llevaba mal los años» (Epístola 88, 6).
Creso, rey de Lidia, fue hecho prisionero por Ciro, rey de los persas, a quien cautivó por su gran ponderación y sagacidad (cf.Heródoto, Hist. I 87-89). La madre de Darío III, Sisigambis, después de la derrota y muerte del hijo, cayó en poder de Alejandro, siendo, en frase de Curcio Rufo (Hist. Alej. Mag. III 11, 24), «venerable por su años». Platón, a los 40 años, fue deportado y vendido como esclavo en Egina por Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, que no soportaba sus enseñanzas (Dióg. Laer., Vidas de los filós. III 19-20). De Diógenes el Cínico no se sabe con certeza si fue apresado por los piratas y vendido en Creta (cf. Dióg. Laer., Vidas de los filós. IV 20-21). [7] Frente a la depravación de costumbres de su tiempo, presenta Séneca la moderación y nobleza de los antiguos, el mos maiorum. [8] Resume y completa el pensamiento del § 1. El esclavo puede ser «libre en su alma».
[9] La pantomima, como pieza teatral, contenía básicamente estos elementos: un danzante, el coro y la orquesta.El mérito primordial del danzante consistía en dar a su mímica la máxima expresión. En la Roma imperial suplantó a otras representaciones escénicas. La mujer no tomó parte en ella hasta el siglo iv d. C. [10] El gorro señal de la manumisión y de la libertad: cf. Ep. 18, 3, nota 79. Deberes con los amigos. Inutilidad de los sofismas A propósito de una consulta que le hace Lucilio, Séneca defiende que entre amigos no puede haber conflicto, y puesto que existe un derecho común entre los hombres, éste fomentará lógicamente la asociación de la amistad (1-3). Tales enseñanzas debieran dar los grandes doctores y no perderse en sutilezas. Como ejemplo de éstas, aduce el filósofo un par de silogismos capciosos y falsos (4-6). Frente a tales bagatelas, la filosofía nos promete el consejo, llevar la salvación a los que necesitan y piden ayuda (7-8).
Ella enseña lo que la naturaleza reclama para la vida feliz; nos augura que seremos iguales a Dios.No perdamos, pues, el tiempo en ocupaciones superfluas (9-12). A la epístola que me enviaste durante tu viaje, tan larga como fue el mismo viaje, contestaré más adelante. Debo retirarme y considerar el consejo que he de darte, pues también tú, que me pides consejo, reflexionaste largo tiempo si debías consultarme. Cuánto más he de hacerlo yo, toda vez que se necesita mayor espacio de tiempo para solucionar un problema que para plantearlo, sobre todo cuando no coincide tu interés con el mío. ¿Es que de nuevo me expreso como un epicúreo? En realidad a mí me interesa lo propio que a ti: pues no soy tu amigo si no considero como propio todo negocio referente a ti. Una comunicación de todos los bienes entre nosotros la realiza la amistad. Ni existe prosperidad ni adversidad para cada uno por separado: vivimos en comunión[1].
No puede vivir felizmente aquel que sólo se contempla a sí mismo, que lo refiere todo a su propio provecho: has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti.Si cultivamos puntual y religiosamente esta solidaridad que asocia a los hombres entre sí y ratifica la existencia de un derecho común del género humano, contribuimos a la vez muchísimo a potenciar esa comunidad más íntima, de que te hablaba, que es la amistad. Lo tendrá todo en común con el amigo quien tiene mucho de común con el hombre[2]. Esto es, Lucilio, tú, el mejor de los hombres, lo que quiero que esos sutiles maestros me enseñen antes que nada: mis deberes para con el amigo, para con el hombre, más que las diversas formas con que expresar el concepto de «amigo»[3] y los muchos significados que puede tener el de «hombre». Ahí verás cómo la sabiduría y la necedad siguen rumbos opuestos. ¿A cuál de ellas me dirijo?, ¿a cuál de los dos bandos ordenas que me adhiera?
Para aquél el hombre es como un amigo, para éste el amigo no es siquiera como un hombre; aquél se dispone un amigo para sí, éste se dispone a sí mismo para el amigo.Y tú me retuerces el sentido de las palabras y me desmontas las sílabas. Es evidente que si no sé componer silogismos muy sutiles y, con falsa ilación, inferir una mentira partiendo de la verdad, no podré discernir lo aborrecible de lo deseable. Me da vergüenza que en asunto tan serio nosotros, los viejos, nos chanceemos[4]. «Mur es una sílaba[5]; es así que el mur roe el queso, luego una sílaba roe el queso». Piensa por un momento que no soy capaz de resolver semejante falacia; a causa de esa incapacidad, ¿qué peligro me amenaza?, ¿qué perjuicio? Es cosa de temer, sin duda, que, eventualmente, con la ratonera atrape yo unas sílabas o que, eventualmente, por ser demasiado negligente, un libro devore el queso. A no ser que resulte más agudo este argumento: «Mur es una sílaba; es así que una sílaba no roe el queso, luego un mur no roe el queso».
¡Oh pueriles bagatelas!¿Para esto fruncimos el ceño?, ¿para esto dejamos crecer la barba?, ¿es esto lo que, entristecidos y pálidos, enseñamos? ¿Quieres saber qué es lo que promete la filosofía al género humano? El consejo. A uno la muerte le reclama, a otro la pobreza le consume, a otro es el dinero ajeno o el suyo propio el que le tortura; aquél ante la mala fortuna se horroriza, éste desea sustraerse a su propia felicidad; a éste le tratan mal los hombres, a aquél los dioses. ¿Por qué me preparas tales diversiones? No es el momento de jugar. Se te ha llamado en defensa de los desgraciados. A los náufragos, a los cautivos, a los enfermos, a los necesitados, a los reos, cuya cabeza está expuesta a los golpes del hacha, prometiste deparar tu auxilio. ¿Hacia dónde te desvías?, ¿qué estás haciendo? Ése con quien te diviertes, está asustado: socórrele, rompiendo toda atadura de su indecisión a causa del miedo[6].
Todos tienden, por todas partes, las manos hacia ti; para su desdichada vida, abocada a la ruina, te imploran una ayuda; su esperanza y sus riquezas penden de ti.Te ruegan que les saques de una perturbación tan grande, que, dispersos y extraviados, les muestres la luz radiante de la verdad. Enséñales aquello que la naturaleza hizo necesario y aquello que hizo superfluo[7], cuán suaves son las leyes que estableció, cuán agradable es la vida, cuán fácil para quienes observan las leyes y cuán amarga y complicada la de quienes se confiaron a la opinión más que a la naturaleza. ‹Admitiría que vuestros entretenidos sofismas fuesen eficaces para aligerar los males de éstos›[8], si antes les hubieras mostrado en qué cuantía les habían de aliviar. ¿Cuál de esas argucias suprime las pasiones?, ¿cuál las modera? ¡Ojalá que sólo fuesen ineficaces! Perjudican. Te dejaré muy claro, cuando lo desees, este extremo: que un noble talento se quebranta y debilita entregado a tales sutilezas.
Me da vergüenza decir qué armas suministran a quienes van a combatir contra la fortuna, qué clase de instrucción les procuran.¿Por aquí se llega al sumo bien? ¿Es a través de ese razonamiento filosófico del «supuesto que, supuesto que no»[9], y de las cláusulas restrictivas, viles e infamantes aun para los que actúan recurriendo a la tabla de los edictos? [10] De hecho ¿qué otra cosa hacéis, cuando a sabiendas inducís a engaño al que interrogáis, que darle a entender que perdió por defecto de forma? [11] Mas al igual que el pretor lo hace con los litigantes, así también la filosofía con éstos: los restablece en plenitud de derechos. ¿Por qué rompéis con vuestras grandes promesas y después de haber manifestado con altisonantes frases que, como resultado de vuestra actuación, ni el brillo del oro ni tampoco el de la espada deslumbrarían mis ojos, que con una firme constancia pisotearía lo que todos anhelan, lo que todos temen, os rebajáis ahora a los rudimentos de la gramática? ¿Qué es lo que decís?
¿Así se dirige uno hacia las estrellas?[12] Porque es ésta la promesa que me hace la filosofía: hacerme igual a Dios. Para esto me ha invitado, para esto he venido. Mantén la palabra. Por lo tanto, querido Lucilio, aléjate cuanto puedas de estas restricciones y fórmulas evasivas de los filósofos: la transparencia y la sencillez dicen bien con la bondad. Aun cuando nos quedase una larga vida habría que administrarla con sobriedad para que cubriese las necesidades. De hecho, ¡qué locura supone aprender lo superfluo, siendo el tiempo tan escaso! [1] Vuelve Séneca al tema de la amistad, una constante en el Epistolario. Pero se trata de esa amistad sincera, generosa y sacrificada, distinta de la proclamada por los epicúreos. Cf. Ep. 6, 4; 9, 16 ss., etc. [2] Aquí se habla ya de un derecho común del género humano, fundado en la propia naturaleza, que nos ha hecho sociables, y que afianza el vínculo de la amistad (cf. M. Gentile, I fondamenti..., pág. 37, quien recoge numerosos textos alusivos). [3] Cf.
Ep.3, 1. [4] Aquí terminaba en los codd. una epístola y en el § 6 comenzaba una nueva; pero, ya a partir de Erasmo, se descubrió la conexión entre ambas partes que vinieron a constituir definitivamente una sola epístola: la 48. [5] «Mur», en latín mus, es forma antigua, usada con preferencia en los refranes para designar al ratón. Su estructura monosilábica nos viene aquí como anillo al dedo. [6] Aquí aceptamos la conjetura de Bücheler que responde muy bien al sentido del pasaje, aunque no a la lectura que brindan los mejores códices. Es, sin duda, por esta razón por lo que Reynolds renuncia a clarificar un pasaje que considera desesperado. [7] Cf. Ep. 45, 4, 10 y 12; y el § 12 de esta misma carta, donde se contraponen asimismo los términos «necesario» y «superfluo». [8] Hemos mantenido en este caso los corchetes angulares para señalar la conjetura propuesta por Hense con el fin de suplir la laguna que presentan los códices del texto senecano. [9]Siue, niue, fórmulas usadas habitualmente por los juristas latinos.